Manuscrito. Resonancias y contrastes
Primero sonaba como un moscardón, grave y molesto, a pocos centímetros del oído. Luego parecía un llamado a la puerta –el puño, con golpes cortitos y seguidos, contra la madera– y, un poco después, se oía más bien como un insistente martillazo en la pared. El crescendo continuó con un taladro empedernido intentando atravesar una superficie metálica y, finalmente, una perforadora hidráulica, feroz, como la que vemos levantar las baldosas de las veredas un día cualquiera, así, una de esas, atacaba ahora directamente la tapa de los sesos. Al cabo de una hora la propia cabeza se sentía una campana grande, pesada, tañida sin cesar por todos esos badajos invisibles, inventados, irreales.
No es la primera (tampoco la última) resonancia magnética de cerebro que alguien se haya hecho en su vida. Tampoco la muerte de nadie. Lo más noticioso del caso es que ante el pavor y la claustrofobia del paciente –un paciente que ejerce aquí la paciencia en todo su esplendor– ese mismo cerebro que está siendo observado en su más completa intimidad se lanza a fabricar, a pedido del dueño, algunos efectos placebo. Empezando por la música: si es que esos ruidos tienen un patrón, ¿podemos intuir entonces cómo sigue el pentagrama mental después de esos tres golpes de negras y un silencio?
Por más lúdica que uno quiera convertir la experiencia, saberse inmovilizado definitivamente es peor que estarlo, y la idea desconcentra. Está permitido abrir los ojos, pero ¿para qué ponerse a ver el enrejado de esa especie de casco, que no te toca, pero está ahí, con toda su tecnología de punta para recoger más datos? Mejor cerrar los párpados e imaginar manchas: les asigno el blanco a los metales y el negro a las maderas, tranquiliza pensar que esto que se va componiendo es como un cielo nublado, hasta que irrumpe un violeta obispo fuera de guion. La boca se reseca y las manos se humedecen: hay que desarmar el miedo que amenaza antes de caer vencido sobre el botón del pulsador que pide ayuda (el equivalente de sacar la mano a un lado para avisar a quien está del otro lado del vidrio que algo no anda bien en el caso de que el resonador sea abierto).
"La danza -hoy es su día, celebrémosla- es un salvoconducto, un pasaporte para evadirse de la mejor manera."
La tercera es la vencida. Imagino ahora una danza. ¿Qué haría si fuera coreógrafa con este incesante material de percusión brutal e irregular? No encuentro mejor referencia que La consagración de la primavera, que Ígor Stravinski creó para ese dream team de genios que fueron los Ballets Rusos y que se convirtió en una de las obras más influyentes del siglo XX: pum, pum, pum, todos en la orquesta, los arcos de las cuerdas, el soplido de los vientos, los palillos del tambor; pum, pum, pum, los talones contra el suelo, el acento de esos cuerpos para abajo. Claro, que yo no soy Nijinsky ni esta sala blanca y fría una usina creativa en París de 1913, pero como consigna creativa para distraerme un rato el disparate no está nada mal. Mientras corre por las venas el líquido de un contraste de nombre difícil de memorizar, me concentro en ver los pies de una docena de bailarines como aplastando uvas en la vendimia de mi cabeza. Atisbo una risa y enseguida la censuro, porque no hay que moverse. Es que: ¡cómo no se me había ocurrido antes!
La danza –y hoy es su día, celebrémosla– es un salvoconducto, un pasaporte para evadirse de la mejor manera. A través de los años una y mil veces me ha funcionado así; quien se entrega a ella, sale mejor. Me lo digo en silencio, por supuesto, y acomodo mentalmente la postura: bajo los hombros, ajusto los glúteos y el abdomen. Me siento más equilibrada y fuerte. Recuerdo alrededor de una mesa de café, no hace más de una semana, que una amiga le decía a otra antes de que entrásemos al ballet: “Qué suerte que viniste, vas a ver que te va a hacer bien”. Y a la salida: “Viste, Beba: ¡el arte nos hace bien!” Sucumbí a una sonrisa, que ya estaba habilitada: la fría camilla retráctil me sacaba de ese infierno delirante.