Manuscrito: Quieto, casi inmóvil
Existen dos definiciones de “sedentarismo”. La primera se usó durante bastante tiempo para designar un proceso histórico ocurrido 10.000 años atrás. Fue cuando las tribus prehistóricas comenzaron a desentrañar los misterios del cultivo de plantas y la domesticación de animales. Esa agricultura en ciernes volvió innecesario migrar en busca de comida y dejaron de ser nómadas. La población humana se multiplicó y los campamentos rudimentarios se convirtieron más adelante en pueblos, ciudades y países. Fue, sobre todas las cosas, el comienzo de la civilización humana.
La segunda acepción, menos épica, define al sedentarismo como un estilo de vida poco activo. Los sedentarios suelen pasar largas horas frente a una computadora o acostados en la cama o el sofá. Hacen poca o nula actividad física y viven en mayor medida a base de alimentos ultraprocesados. Esta combinación los hace vulnerables a trastornos de salud graves, como el sobrepeso, la diabetes y los problemas cardíacos. Dado que este es el estilo de vida predominante entre quienes residen en las ciudades, algunos llaman al sedentarismo “la enfermedad del siglo XXI”. Y yo, a mi pesar, tengo todos sus síntomas.
Camino poco y nada durante la semana. De lunes a viernes, un remís me lleva al trabajo, donde paso entre ocho y diez horas encorvado frente a la pantalla de una PC. Cuando me pongo de pie, es para ir al baño o buscar otro café que, con el ocasional caramelo o medialuna, constituye la totalidad de mi almuerzo. Al final de la jornada, otro auto me deposita en la puerta de casa, donde me esperan los perros para dar una vuelta. Concluida la faena, me derrito en el sofá hasta que conjuro la fuerza de voluntad suficiente para cocinar. El menú no es amplio ni saludable: hamburguesas, panchos, choripanes. Pasan del freezer al plato en quince minutos y me atoran las arterias con serotonina. Goce inmediato. Después leo, o miro la tele.
Mis fines de semana no son mejores. Duermo dos siestas por día y evito en lo posible cualquier compromiso con el mundo exterior. Eso me permite dedicar el tiempo libre a mis mascotas o los libros que quiero leer. En algún momento pido un kilo de helado, que suele desaparecer en menos de 48 horas. Los lunes por la mañana, despeinado y con abstinencia de azúcar, doy otro paseo con los perros y me alisto para la nueva semana.
Si parece que no hago nada con mi vida es porque no tengo energía. No debería sorprenderme, dicen mis amigos, si solo comés basura y no hacés ejercicio. Una nutricionista me pidió que analizara cuáles eran las emociones que tenía asociadas a los alimentos industriales. Preferí no hacerlo.
Está claro que ese abandono tiene un precio. A menudo me despierto con un dolor punzante en la espalda o la boca del estómago. A todo esto se sumó días atrás el comentario de una excompañera de facultad a quien no veía desde 2007. Nos cruzamos en Instagram y admitió que, al mirar mis fotos, le costó reconocerme. “Eras muy, muy, muy flaco”, me dijo. Fue sin malicia, pero acusé el golpe. El espejo ya delataba una papada incipiente y el peso nuevo apiñado en el abdomen. Es ahora, pensé.
Arranqué a entrenar en una plaza cercana. Pago tres clases semanales, aunque a veces voy a dos, a una o directamente me borro, porque a mi cuerpo le cuesta demasiado trabajo ejecutar las rutinas más elementales. También gasté una pequeña fortuna en una verdulería para sumar cosas naturales a mi dieta. Compré un racimo grande de uvas, otro de bananas, algunas manzanas. Casi no las toqué, descubrí que comer fruta me produce un tedio enorme. La última vez que abrí la heladera noté que habían empezado a descomponerse. Igual no las tiré. Siguen ahí, quietas, casi inmóviles en aquella penumbra gélida donde su pulpa se torna negra.
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