¿Quién le va a contar a las abejas que la reina ha muerto?
La muerte de Isabel II parece haber servido como catalizador de emociones. Las imágenes y las historias siguen llegando, producto de su habilidad profesional y su hieratismo personal, de la nostalgia por el pasado imperial y el temor con algunas gotas de esperanza por el futuro multicultural, pero también de la necesidad de propios y ajenos de volver a ser parte de un todo: la catarsis. Es posible que lidiar con la muerte sea una de las formas más difíciles de mantenerse vivo. Los detalles y los rituales importan, a veces más -por la naturaleza caótica e impredecible del duelo- que los grandes gestos. En estos funerales pueden encontrarse los tres.
La pompa y circunstancia que tanto admiramos de los británicos, esa vital “historia de quiénes somos y cómo llegamos aquí” que nos deslumbró durante las cuatro horas de la ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos de 2012 -en la que la reina se reservó el clímax junto al James Bond de Daniel Craig- tiene su anverso sombrío en la puntillosa planificación de la operación London Bridge -sus planes revisados periódicamente y aprobados se entiende que por ella misma- hasta llegar hoy a su apoteosis, el funeral de Estado en la abadía de Westminster. “¿Podrá sobrevivir la monarquía?” es una de las preguntas centrales que deja la partida de Isabel II, pero también “¿con quién van a vivir los corgis?” (el desahuciado príncipe Andrés ha decidido adoptarlos). Lo trascendental y lo mundano pierden diferenciación en momentos como este.
Algunos sagaces antropólogos consultados por la prensa británica sobre la función política de este duelo muy público recordaron que los predecesores de los Windsor, mucho antes de la llegada de los normandos -en épocas de “la vieja religión”- solían inmolarse ritualmente al término de un ciclo, siendo luego enterrados con todos los honores, garantizando la continuidad de la vida y el beneplácito de los dioses que coronarían a su sucesor. Se marcaba el final de una historia y el inicio de otra: la reina ha muerto, larga vida al rey.
La naturaleza de ceremonias como esta es marcar un quiebre con la vida cotidiana, pero hemos perdido el vocabulario colectivo para esos momentos trascendentales. La transmisión de la BBC mostró el conmovedor tránsito de personas que a lo largo de días batallaron horas en fila contra el cansancio, el frío y el aburrimiento para descubrir que tenían apenas 30 segundos frente al catafalco real. En sus rostros se registraba la sorpresa, la emoción y, en muchos, la duda de qué hacer frente a la reina. La mayoría optó por inclinar su cabeza en señal de respeto. Otros se persignaban. Una minoría lloraba. También pudieron verse desmayos, alguna risa nerviosa y el ocasional rapto de violencia. Imposible no identificarse.
El propio Carlos III, en la llamada “vigilia de los príncipes”, custodió el féretro con la vista perdida junto a sus tres hermanos, acaso exhibidos ante la fila de súbditos -la realeza probando que su existencia no es un lujo para una sociedad que ya no puede permitírselos-. Días después fue el turno de la vigilia de los nietos, encabezados por Guillermo, el flamante Príncipe de Gales, reunidos allí como muestra de la promesa de un futuro que incluye un pasado glorioso (ese once and future king que se remonta a las leyendas artúricas).
De la misma época nebulosa de “la vieja religión” procede la costumbre de notificar a las colmenas de los hechos importantes en las vidas de sus cuidadores, bajo pena de huelga por tiempo indeterminado de las trabajadoras más famosas de la naturaleza. Y sí, alguien tuvo que ocuparse de que las abejas reales supieran de la muerte de su reina: lo hizo un colmenero de su majestad -según escribe el New York Times citando al Daily Mail-, sabiendo que, como indica la tradición, solo puede susurrar las noticias. Pero la obligación no proviene del hecho de que son parte de la familia y “tienen derecho” a saberlo, como explica muy contemporáneamente el diario norteamericano. Las abejas eran (¿o debería decir “son”?) consideradas mensajeras entre el mundo de los espíritus y el nuestro, y como tales, llevaban y traían noticias en sus viajes. Acaso parezca una forma extraña marcar un tránsito pero ¿quién puede decir qué es verdaderamente extraño ante la muerte?
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