Manuscrito: porteñólogos de incógnito
Las obsesiones de los hijos pueden ser a veces la solución de las preocupaciones de sus padres. Cuando un nuevo interés aparece en sus vidas, con ese foco tan angosto como devorador que suelen adquirir en la infancia –que solo amaina cuando surge el siguiente– sus progenitores suelen terminar con una licenciatura en la temática, no importa el grado de interés genuino que existiera en un comienzo (y que todo ese conocimiento acumulado sea descartado con un gesto de desagrado al final por el pequeño diletante).
Sean los avances tecnológicos en la mecánica de autos de carrera europeos, la jerarquía social en los establos de Mi Pequeño Pony, el maravillosamente asqueroso mundo de los insectos, los inescrutables secretos de la moldería para cosplay o, lo que nos ocupa actualmente: historia, límites y prospectos inmobiliarios de los cien barrios porteños. “Son solo 48 los barrios reconocidos oficialmente”, me corrigen sobre el hombro, echando mano a la cita de autoridad de los centennials: el revoleo de ojos.
Suscriptos a todos los canales de YouTube pertinentes, analizada la guía Filcar conservada en óptimas condiciones de humedad por la guantera de un auto ya vendido, revisados todos los perfiles de Instagram que demuestran los cambios arquitectónicos en la ciudad (notables por las extrañas miradas, a ojos contemporáneos, de quienes fueron inmortalizados en esas fotos), no queda ya más que salir a hacer trabajo de campo.
Así que este último fin de semana, en el que Buenos Aires desafió los límites de la meteorología exhibiendo viento de primavera, temperatura de otoño y sol de verano, nos subimos a un micro amarillo para hacer el recorrido de más de tres horas que nos depositaría en media docena de los barrios más fotogénicos de la Reina del Plata, con distintas paradas motivadas por las necesidades básicas del turista: olor a carne a la parrilla, síndrome de entumecimiento terminal de extremidades y cancha de Boca.
Nos reímos mucho, pero estaba claro que queríamos tener qué contestarle a las fotos de los jardines de Kensington que mandaba su hermana además de lo mucho que la extrañábamos.
Entonces: turistas en casa. No desentonamos. Los argentinos eran mayoría en el ómnibus, con una pizca de brasileños y otra de españoles en la mezcla. Alguna disimulada emoción en los pasajeros más grandes, quienes señalaban con certeros comentarios los puntos de interés adelantándose a los escuetos textos de la audioguía, sugerían expatriados en un reencuentro con una ciudad que había dejado de ser la propia mucho antes del Covid. En ese sentido, el sector de arribos de Ezeiza en la mañana del viernes podría haber hecho derretir de envidia a Abel Santa Cruz: no menos de tres pares de abuelos conocieron a sus nietos en el espacio de veinte minutos. Hasta los remiseros se conmovieron.
Jamás se lo confesaré, pero de todos los hobbies posibles, su afición por la porteñología es una gran noticia para nuestra conversación futura, descartados ya todos los deportes sobre ruedas (por trabajosos y pasibles de provocar la muerte) y las sabiduría de mis sugerencias de lectura y visionado (por no entender nada).
Solo me saca una sonrisa tener que repasar de memoria las estaciones de la línea B, los límites entre Villa Devoto y el partido de San Martín o debatir de viva voz los límites no escritos del “centro” porteño (al llegar al “microcentro” tuvimos que pedir un laudo arbitral, sobre todo ahora que suena ridículo definirlo como “el lugar al que la gente va a la oficina”). No hago más que recordar cómo se espantaban de pequeños cuando le pedía al encargado de algún edificio sorprendente si se podía pasar “a conocer” en el medio de una larga caminata compartida rumbo a ningún lugar.
Pronto harán sus propios papelones.
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