Manuscrito: noticias del fin del mundo
El asteroide 7482, una roca de cerca de un kilómetro de diámetro descubierta en 1994, pasará mañana a “apenas” dos millones de kilómetros de la Tierra, una distancia equivalente a cinco veces la que existe entre nuestro planeta y la Luna. Aunque está catalogado como un objeto “potencialmente peligroso” por su trayectoria y su tamaño, es altamente improbable que nos de un susto real en este contexto. La próxima visita de 7482 está programada para 2105. Quién sabe si estaremos aquí para saludarlo al pasar.
Por toda la incapacidad dramática de No mires arriba, hay que reconocer su timing apocalíptico: pocas semanas antes del estreno de la película de Netflix, centrada precisamente en una colisión catastrófica de un cuerpo celeste con nuestro planeta (si no evitable, al menos mitigable), la NASA lanzó una misión espacial, Dart, que intentará cambiar la trayectoria de la órbita de un pequeño asteroide, Dimorphos, con un “impacto cinético”, como si fuera un billar cósmico. Recién en octubre, cuando finalmente lo alcance, sabremos si tuvo éxito y los planes dilapidados por la desidia e incompetencia del gobierno en la ficción siguen siendo eso: ficción. Sabemos que si bien podemos responsabilizar a los asteroides por el fin de la humanidad desde nuestros livings, también le debemos su existencia. La de Netflix y toda otra forma de vida del planeta.
Si mañana se acabara el mundo –cosa que no ocurrirá, al menos no por culpa de este asteroide en particular– ¿nos sentaríamos a una última cena con nuestros seres queridos, arropados por la triste satisfacción del personaje de DiCaprio de que “éramos felices y no lo sabíamos”? ¿Dirigiríamos nuestro mejor insulto al cosmos con el puño levantado, como el abuelo de Los Simpson, pensando “por qué a mí, por qué ahora”? ¿Buscaríamos sentirnos vivos por última vez, pedir permiso para ser vulnerables en autos ajenos? Quizás, haya quienes, imbuidos de la suficiente sabiduría, se detengan en el final a pensar en el principio.
“Donde antes había nada: el comienzo”, dice Brad Pitt, narrador de Voyage of Time, el hipnótico documental de Terrence Malick disponible en Mubi, que muestra en deslumbrante IMAX el origen del cosmos. Desde “el cantar de las estrellas recién nacidas” hasta el momento en que, bajo un toldo de árboles frondosos, el Malick niño se pregunta, tirado en el pasto de un verano en su infancia “pero, ¿cómo?”, el cineasta siempre ha preferido el portento profético, la maravilla, antes que la ciencia.
Es ese viaje hacia atrás en el tiempo para descubrir cómo llegamos aquí (el “¿para qué? abre otros interrogantes) es el que se apresta a retratar el telescopio James Webb, cien veces más potente que el Hubble, que esta semana logró finalmente, después de décadas de planificación, fracasos y marchas atrás, confirmar que está listo para su primer plano.
El JTW viaja a un punto a 1,6 millones de kilómetros de nosotros, lo que se denomina el segundo punto de Lagrange, o L2, donde se equilibran la gravedad de la Tierra y la del Sol. Fue bautizado en honor a uno de los científicos que buscaron la solución del “problema de los tres cuerpos”, que es además una de las grandes historias de ciencia ficción de nuestros tiempos, en caso de que quieran condimentar su calor con un poco de fría especulación científica acerca de nuestro final.
Según los cálculos más recientes, el Big Bang ocurrió hace 13.800 millones de años. El Hubble pudo retratar en 2020 a GN-z11, una galaxia a 13.400 millones de años luz, el objeto más antiguo jamás captado por la tecnología. El James Webb, cuando esté operativo, podrá achicar esa brecha en 300 millones de años luz, dejándonos muy cerca de conocer el principio (¿el final?) de nuestra historia. Si comenzará con un estallido, o con un sollozo, está por verse.
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