Manuscrito. ¿Nos habíamos olvidado de diciembre?
Entran al buzón del mail, por mensaje privado en las redes, se comparten en grupos de WhatsApp: los memes de fin de año están a la orden del día. Grafican la ansiedad y la visten con bombitas navideñas, ironizan sobre una lista de pendientes que ya –se teme– serán perpetuos y anuncian la temporada oficial de “tenemos que juntarnos” y “Dale, yo te aviso” que parecíamos haber olvidado después de un forzoso año “sabático” para la actividad que hoy llamamos “presencial”.
¿Es que nos habíamos olvidado de diciembre? ¿De que los balances no eran virtuales, que la ciudad es como siempre un caos, que los chicos terminan la escuela y que hay actos para todo, que se agotan los días y los regalos de Navidad y la pavita: de qué la rellenamos? Exhaustos porque “no llegamos” (a la meta laboral, a un lugar, a tiempo) es importante conservar incólume el espíritu de supervivencia y hacer el ejercicio de separar el fastidio que nos persigue como una nube sobre la cabeza del profundo deseo de feliz año nuevo que todos tenemos.
Se habla permanentemente de este síntoma, no somos una isla. Me lo dice, por ejemplo, un bailarín en el hall del teatro, antes de una función y poco después de que hiciéramos en público esa especie de espectáculo físico involuntario que se ve ahora cuando dos personas se encuentran: uno empieza tímido y dubitativo con el puño derecho extendido buscando el choque habilitado por protocolo mientras el otro ya le posa la mano izquierda en el hombro para apurar el abrazo, una maniobra que al mismo tiempo que quiere estrechar los cuerpos, intenta por precaución alejar las cabezas. ¡Un contrasentido contorsionista! Y la coreografía del saludo nos sigue mostrando a todos en estado de alerta, pero a la vez nos pone una sonrisa en la cara, que debajo del barbijo no se ve. Volviendo a la locura de la última hoja del calendario, me escribía anoche otra artista que “es un poco tarde”, pero este sábado estrena. Le respondo enseguida sobre mis buenas intenciones y mi para nada efectivo don de la ubicuidad cuando encuentro al pie de la información un salvoconducto: “Transmisión en vivo online”. Entre el querer y el deber, este mes carga sobre sus hombros –en los nuestros–con el peso de todo lo que no se pudo hacer en casi dos años.
Le bajo el fuego a la hornalla. Paso la página. Leo. “Hoy las prácticas que requieren un tiempo considerable están en trance de desaparecer. También la verdad requiere mucho tiempo”. La reflexión corresponde al prolífico filósofo coreano Byung-Chul Han, en No-cosas (Taurus), el último de vaya uno a saber cuántos libros suyos que se publicaron desde que empezó la pandemia. Aclara que llama ‘verdad’ a lo que no logramos cambiar, en términos de Hannah Arendt que, como Heidegger, se ceñía al orden terreno, un entorno estable donde habitar. “Donde una información ahuyenta a otra, no tenemos tiempo para la verdad. En nuestra cultura posfactual de la excitación, la confianza, las promesas y la responsabilidad también son prácticas que requieren tiempo. Se extienden desde el presente al futuro. Todo lo que estabiliza la vida humana requiere tiempo. La fidelidad, el compromiso y las obligaciones son prácticas asimismo que requieren mucho tiempo. Para estabilizar la vida es necesaria otra política del tiempo”, sentencia antes de referirse al último hombre, el Phono sapiens.
Paradójicamente, observar con detenimiento lo que dice Byung-Chul Han sobre los quiebres del mundo de hoy –por ejemplo, la tensión entre digitalización y memoria: “Almacenamos grandes cantidades de datos sin recuerdos que conservar”– funciona más como un ansiolítico que como una profecía apocalíptica. Tal vez sea porque en el medio de la manía de diciembre, lo que duran esas 120 páginas incita a poner las cosas (las no-cosas) en su lugar. Un llamado a “reflexionar sobre el silencio que se pierde en el ruido”.
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