Manuscrito: Madres de fantasía, villanas de cuento
“Te casas, y nada más te pasa, hasta que mueres”, explica parsimoniosamente a sus ardillitas Pip, el sardónico ayudante de Giselle en Desencantada. Sus pequeños le preguntaron qué significa el “vivieron felices para siempre” con el que cada noche termina su cuento, inspirado en el romance de la princesa de Andalasia y su marido Robert en la película original (ambas están disponibles en la plataforma Disney+).
Seríamos un público muy ingenuo si pensáramos que la película que estamos a punto de ver suscribe esa postura: el producto bruto de Hollywood se mide en cuántas vueltas puede dársele a un final feliz en pantalla sin que deje de serlo o comencemos a cuestionar lo deseable de esperar ese “nada más te pasa”. El disparador de la catástrofe en Desencantada es nada menos que la adolescencia de Morgan, la niña que en Encantada era la única que “sintonizaba” la frecuencia Disney de la heroína en la amarga Nueva York “real” (es decir, no animada). Esa niña adorable que sabía que Giselle era la princesa que decía ser ahora y que era lo que su familia necesitaba ni siquiera la llama mamá. Es, apenas, “la madrastra”.
En un rapto de literalidad imperdonable, el personaje de Amy Adams procede a convertirse en exactamente lo que su hija opina de ella: una madrastra malvada que solo “piensa en sí misma” (¿porque ha decidido mudarse a los suburbios?) Cualquiera que tenga un adolescente en casa puede perdonar la tentación de Giselle de usar una varita mágica para abandonar esa conversación de una vez y para siempre.
Por más que hace el intento de presentar a la villana, la reina del barrio privado (Maya Rudolph, tan desperdiciada como Adams) como una señora que apenas “tiende a pasarse de la raya con algunos temas” y a la propia Morgan como entendiblemente celosa de su hermana menor y temerosa de los cambios en su vida -que incluyen por supuesto a su propio príncipe azul-, Desencantada está firmemente parada del lado parental en la grieta filial. Por eso trastabilla ante una sensación tan verdadera como ajena a su verosímil: ¿en qué momento mi hija se convirtió en un adulto y por qué me odia?
Si la respuesta de Giselle ante el rechazo es escapar hacia la fantasía y abrazar finalmente uno de los roles arquetípicos de los que se había liberado al ser desterrada a “Nueva York”, el punto de vista de Merlina (Netflix) es el de su joven heroína (Jenna Ortega), trabada en una competencia imaginaria con su formidable madre, Morticia Addams (la igualmente formidable Catherine Zeta Jones).
Depositada en un supuesto paraíso de los outsiders sobrenaturales, la Academia Nevermore, para que finalmente encuentre “su” lugar, Merlina observa con creciente indignación cómo el meteórico paso de su madre por la institución termina dictándole alianzas, odios y más de un crimen escolar de un monstruo sin control (con los ojos marca registrada de Tim Burton). Lo peor del caso, para la joven detective, no solo es que descubre que no puede “ganarle” sino que — gracias a las visiones, don que comparte con Morticia — es posible que el pasado de esta última sea incluso más tenebroso de lo que Merlina sospecha.
Nevermore, la promesa de un lugar para todos los freaks en el que la “normalidad” es la verdadera extravagancia, se retuerce para afirmar lo opuesto: “Al final, lo único que te importa es que crezca para ser igual a ustedes”, le dice Merlina a su madre, recuperando otro hit en la discusión eterna con un adolescente.
Pero, a diferencia de lo que ocurre en Desencantada, Morticia sabe perfectamente quién es su hija (hasta sus visiones son distintas a causa de sus temperamentos, explica). No hay imagen más reconocible que papá y mamá Addams ansiosos, al otro lado de la bola de cristal, esperando la aparición del rostro impasible de su hija mayor y con él, alguna noticia de su nueva vida, lejos de casa.