Manuscrito. Los efectos de las lecturas demoradas
¿Cuántos meses dará la suma de todas las horas que pasé mirando vidrieras de librerías? No lo sé. Solo sé que en gran medida perdí el hábito. La ecuación, imagino, tiene su razón de ser: hay una edad en que se tienen demasiados libros por delante, mientras que con los años –y las facilidades añadidas para estar al tanto de las novedades y los catálogos– la impaciencia lleva a ir al grano de lo que se está buscando. Pasé a ejercer, en todo caso, la actividad de flâneur en las propias mesas y anaqueles de las librerías. También en el mundo virtual.
En otros tiempos, sin embargo, tenía armado más de un circuito de vidrieras. El más usual empezaba en avenida Corrientes y concluía en Córdoba, frente la vitrina de Alianza, a pasos de la facultad de Economía. En aquel escaparate que ya no existe se exhibían solo libros de esa editorial, un amplio muestrario de títulos con un punto en común: los precios eran inalcanzables. Entre tanto material, la vista terminaba siempre por recalar en una colección, Alianza Tres. No podía ser más variada: Henri Michaux y T.S. Eliot se codeaban con George Steiner, Thomas Bernhard con Silvina Ocampo, las cartas de Kafka a Felice Bauer con los cuentos de Primo Levi. También era llamativa por el diseño de las tapas satinadas, casi una obra en sí mismas. Solo recuerdo haber invertido en uno: Carta breve para un largo adiós, de Peter Handke. Leí esa copia varias veces. Todavía sigo encandilado con la road story que cuenta, aunque a veces sospecho que fue también una manera de optimizar el desembolso.
Muchos años después apareció una carrada de la colección en una librería de saldos y me hice con un par de ejemplares (Memoria personal, de Gerald Brenan, y Han cortado los laureles, la novelita de Edouard Dujardin que le inspiró a Joyce el famoso monologo interior de Molly). Cuando volví días después, la pila ya no estaba. Fue ese trauma, se me ocurre, el que me inoculó un virus diferido, que consiste en saldar la deuda de lectura de esos libros en las mismas ediciones que tanto había deseado en vano.
Perdí un hábito, pero inventé otro, que las apps no hacen más que favorecer: una forma virtual de volver a las vidrieras. El libro que puso en marcha esta práctica retroactiva fue Abejas de cristal, de Ernst Jünger (sí, en la edición de Alianza). Habíamos conversado en el aire con Luis Chitarroni sobre esa novela (creo que él la andaba buscando, allá por fines del siglo pasado) y resultó la mejor manera privada de recordarlo cuando nos dejó. No es el mejor libro del alemán, pero la lectura postergada resulta más actual de lo que hubiera sido ayer: fue escrito en los años cincuenta, pero transcurre en un futuro incierto y el protagonista parece un calco de Elon Musk (aunque, entre las invenciones que financia, las palmas se las llevan unas imposibles abejas tecnológicas, no los autos eléctricos).
No solo habían quedado en el tintero libros de aquella colección. Otro sello poco accesible era Seix Barral. Todavía sigo buscando su edición de Sartoris, una de las primeras novelas de William Faulkner, a pesar de que su lectura sería un contrasentido: al estadounidense los editores solían cortarle las novelas, y Sartoris hoy fue reemplazada por su versión completa, Banderas sobre el polvo. Mientras tanto me consuelo con haber encontrado Homo Faber, de Max Frisch, con una de las pinturas de Mondrian que Seix Barral usaba en aquellos años para ilustrar las obras del escritor suizo. ¿Fue el precio o la elocuencia de la versión fílmica de Volker Schlöndorff, estrenada en los noventa, lo que la postergó y favoreció la onerosa compra de Stiller? Quizá las dos cosas. En todo caso, la lectura de Homo Faber, con sus páginas con letras bien entintadas, me produjo por un instante la rara ilusión no solo de estar con un ejemplar añejo entre las manos, sino de estar leyéndolo en aquel pasado, como quien puede revertir el tiempo. Las lecturas demoradas tienen raros efectos.
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