Manuscrito: Lo blando y lo sólido
Hace poco me tocó, por razones profesionales, releer La señora Dalloway, cuarta novela de Virginia Woolf. Al terminarla recordé la pregunta que César Aira se hizo frente a los papeles inéditos de Osvaldo Lamborghini: ¿cómo se puede escribir tan bien? Casi en simultáneo, y también por razones profesionales, tuve la oportunidad de leer las primeras páginas de varias novelas publicadas este mes por autores argentinos contemporáneos. Frente a estos textos la pregunta que me vino a la cabeza no fue cómo se puede escribir tan mal, porque al fin y al cabo, ¿qué es escribir mal? Pero fue difícil encontrar en ellos una preocupación por la lengua, una búsqueda de singularidad, un grano literario: en general encontré prosas planas, afectadas, intrascendentes, subescritas.
La literatura blanda, categoría que intento definir, no es nueva, pero parece haber colonizado el campo de la nueva literatura argentina. Y se caracteriza por su docilidad, previsibilidad y falta de riesgo. ¿Tendrá que ver con una oferta editorial que piensa únicamente en saciar el gusto de los lectores? ¿Con la profesionalización de la carrera de escritor, que hace necesario que los autores accedan a la publicación con celeridad para insertarse en un sistema de postas compuesto por concursos, becas, viajes? ¿O con escritores que pesquisan en la agenda política y social la materia con la que componer sus próximos cuentos y novelas?
Hay al menos tres libros (pero debe haber más) que indagan la forma en que los autores contemporáneos se aproximan al hecho literario y señalan algunos problemas de sus textos: El ruido de una época, de Ariana Harwicz; Escritor profesional, de Edgardo Scott; y Un poco demasiado, de Maximiliano Crespi.
Harwicz, cuyas novelas son leídas con fervor y sus obras de teatro representadas en el mundo, no hace concesiones a su presente: “En los festivales de literatura importa mucho más dar cuenta de ser ecologista, anticapitalista, vegano, antirracista y proinmigración que la obra (…) Es casi como si los autores fuésemos invitados a los festivales literarios a lavar dinero, o la conciencia”.
En Escritor profesional, Scott aborda males de época como la expansión de la corrección política, el aparente repliegue de la crítica literaria y la desesperada voluntad de visibilidad de los autores: “Los escritores ya no quieren ser leídos, sino vistos (…) De este modo, si un escritor posa o viene posando de militante de cierta causa debemos tomar nota y saberlo militante de cierta causa (…) Sus libros son apéndices, y vienen a confirmar y completar o redundar esa imagen previa de promoción”.
El libro de Crespi, cuyo sugerente subtítulo es “Notas sobre el chantaje del presente”, pone el foco en la proliferación de lo que él llama “autoficciones”, último avatar de un género blando por excelencia, la literatura del yo. Para Crespi, la autoficción especula con obtener un rédito a través de la empatía y la moralización, y ha producido dos “cuasi géneros”: el testimonio y la denuncia. Una literatura que “con un gesto casi medieval, hace del chantaje moral una solución a su penuria imaginativa y a su languidez estética”. Y agrega: “La autoficción no busca lectores, sino espectadores a los que quiere ilusionar como se ilusiona puerilmente a un voyeur (…) Si fuera literatura, la autoficción sería sin duda literatura de derecha”.
Es fácil e injusto, lo sé, comparar la obra de Woolf, de la que nos separa un siglo, con los títulos de la mesa de novedades de una librería. Pero tampoco está de más señalar que si bien lo que abunda es lo blando hay autores que construyen una obra sólida, sin distracciones ni especulación, de Enriquez, Gainza, Schweblin, Travacio y Kamiya a Falco, Ronsino, Schierloh, Katchadjian, Castagnet, Sabbatella y Muzzio. El espacio es tirano y la lista, también injusta, podría incluir un puñado de nombres más.
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