Manuscrito: las oportunidades del doomscrolling
No era necesaria la invasión rusa de Ucrania para comprobar el terrible efecto que pueden tener en la salud la avalancha de malas noticias, historias atroces, imágenes impactantes y análisis sombríos que pueblan nuestro feed de redes sociales. Hace pocas semanas, un estudio publicado en una revista de la Asociación Norteamericana de Psicología que analizaba el comportamiento del público ante la pandemia, afirmaba que el doomscrolling (como se le llama en el siempre sintético inglés a pasar horas en el teléfono abrumándonos por el estado del mundo) podía convertirse en una adicción.
Por la misma naturaleza de esta guerra “conectada”, como la llama Thomas Friedman, sin una narrativa consolidada, “sin editores ni filtros”, donde las imágenes de las víctimas y la violencia han estado ante los ojos de todos desde el primer día, se suma otra catarata de posteos capaces de generar ansiedad, impotencia, angustia, temor y odio. Difícilmente la cobertura informativa alcanzará a darle a este flujo infinito contexto, veracidad y profundidad en todo momento. Por estos días, algunos de esos mismos posteos alertaban sobre los peligros del doomscrolling, aconsejando sopesar la necesidad de entender lo qué está pasando en Ucrania con la posibilidad de concentrar el interés por la actualidad en dosis más sustanciosas de información veraz por períodos más cortos de tiempo.
Desde aquí claramente no podemos suscribir al impulso de dejar de informarse de lo que ocurre en Ucrania -ocurre y seguirá ocurriendo incluso si se da de baja de Twitter, Facebook o Tik-Tok, y sus consecuencias afectarán las vidas de todos- pero sí podemos acompañar la sugerencia de una esporádica “contraprogramación” del doomscrolling. No me refiero al proceso de curar un feed solo con buenas noticias cual diario de Yrigoyen o Goodbye Lenin!, sino la sensatez de soltar la actualidad por unas horas en busca de algo que nos permita acometer una nueva jornada en el difícil trabajo de ser ciudadano del mundo. Ese “algo”, para la mayoría de nosotros, no es más que grandes historias (”obras de arte”, hubiésemos dicho hace unos años, con un candor que la era del consumo irónico nos ha cancelado).
Hay quienes volverán a la siempre magnífica bielorrusa Svetlana Alexeievich a través de títulos como La guerra no tiene rostro de mujer o Los muchachos de zinc, o incluso a la eterna fascinación que despliega la catástrofe apenas contenida de Chernobyl (aunque la ficción de HBO Max, que tuvo como uno de sus “disparadores” la obra de la ganadora del Nobel, difícilmente merezca hoy el furor que despertó a comienzos de la pandemia). Quienes quieran entender algunos de los precedentes de la guerra harán bien en buscar en Netflix Winter on Fire, el documental que narra las protestas de la plaza Maidan de Kiev en 2014. También es el momento de convencer a propios y ajenos que, para reflexionar sobre las profundidades del alma rusa, y los vaivenes de sus ambiciones imperiales, bien vale releer a Dostoievski y a Tolstoi (¿alguien dijo “club de lectura”?), pero también hacer clic en los clásicos y contemporáneos disponibles en plataformas cinéfilas como Qubit (Andrei Rublev, La infancia de Iván, La conjura de los boyardos) o MUBI (Sacrificio, Beanpole, State Funeral, Bienvenidos a Chechenia).
En esa necesaria “contraprogramación” debe incluirse la decisión perfectamente sensata de escapar hacia otras épocas en busca de conflictos contenidos en salones y romances momentáneamente coartados por las convenciones de clase (La edad dorada, Bridgerton); deleitarse con saludable distancia con las exquisitas miserias de la juventud (Euphoria, Licorice Pizza) o compartir el camino del protagonista, que con su talento y aplomo irreprimible escapa de un destino gris que suele ser el nuestro (The Marvelous Mrs. Maisel, Inventando a Anna, Bilardo: el doctor del fútbol u, ¡horror!, And Just Like That...).
Cualquiera sea el resultado, el acto de elegir es siempre lo correcto.