Manuscrito. Las Olimpíadas, novela polifónica
En un pasaje de El hombre sin atributos, la novela que Robert Musil estaba escribiendo hace cien años, al protagonista se le caía la mandíbula cuando leía en un diario que a un caballo de carreras se lo definía como genial. Más adelante, se llegaba a preguntar si algún día no terminaría aplicándose un adjetivo tal a los mismísimos futbolistas. Para Musil –que analizaba en clave la decadencia del imperio austrohúngaro y con él la de toda una cosmovisión del mundo– hablar así era un contrasentido. La genialidad era asunto del espíritu.
Una manera de seguir las Olimpíadas es leerlas como una novela polifónica en tiempo presente, que puede ser recapitulada en los resúmenes televisivos nocturnos
Hoy es lugar común que se califique de esa manera a los deportistas. A veces se los tiene incluso por artistas. Los elementos armónicos presentes en la ejecución de un deporte son los que producen el espejismo, aunque los raptos de brillantez no sean solo producto del talento, sino sobre todo de la perseverancia, el entrenamiento y el agonismo, la idea de la competencia por la competencia, que tan bien conocían los antiguos griegos.
Una manera de seguir las Olimpíadas es leerlas como una novela polifónica en tiempo presente, que puede ser recapitulada con placer –para no perderle el paso– en los resúmenes televisivos nocturnos. Es una historia sincrónica, compuesta por numerosos capítulos (las distintas disciplinas y, dentro de ellas, las diversas competencias) y con una cantidad innumerable de protagonistas, incluidos los cuasi anónimos, sin los que ninguna trama resultaría de verdad sustentable.
Los encuentros olímpicos tienen además su lado folletinesco, porque en parte prolongan la edición anterior: para los días de Tokio 2020 (que por obra de la pandemia transcurrieron paradójicamente en 2021) ya había hecho acto de presencia Armand Duplantis, el prodigioso garrochista sueco de origen estadounidense. Aquella vez había ganado la medalla de oro de manera concluyente, pero sin superarse a sí mismo. Hace pocos días, en París, sí logró romper su propio récord mundial: llegó a los 6,25 metros. Los atentos a los detalles argumentales habrán notado que la medalla dorada le fue entregada por un héroe de novelas previas: el plusmarquista Sergei Bubka, primer atleta en superar la barrera de los seis metros, en 1985.
El capítulo de los garrochistas tiene su lado mítico: la ilusión individualista de llegar a escalar un día el cielo. Otro de los apartados clásicos, el de la gimnasia, tiene mucho más de ágora democrática. La también serial Simone Biles, hoy la estrella por antonomasia, obtuvo sus medallas, pero también mostró su generosidad cuando con su compañera Jorden Chiles homenajeó a la grácil Rebeca Andrade, que se impuso en los ejercicios de suelo. Hubo además lugar para otros protagonismos: el de la italiana Alice D’amato (que ganó en viga) y la argelina Kaylia Nemour (perfeccionista virtuosa de las barras asimétricas).
Como en toda novela coral, importa, sin embargo, tanto o más lo que ocurre en los bordes. Una proeza: que de las 19 pruebas de tiro con arco que se llevan jugadas en los diversos juegos olímpicos 17 hayan sido ganadas por surcoreanos. Un medallista de plata puede despertar, por lo demás, tanta admiración como el ganador: es el caso del turco Yusuf Dikec, que en una prueba de pistola de aire se dedicó a disparar como en el patio de su casa, con los ojos bien abiertos y una relajada mano en el bolsillo. La edad poco importa: la australiana Arisa Trew, con apenas 14, se coronó en unas de las categorías de skateboarding. Tampoco para los veteranos, como el monumental cubano Mijaín López, que a los 41 consiguió su quinto oro en lucha grecorromana.
Los héroes discretos son, sin embargo, en su aparente modestia, igual de épicos. Elián Larregina, por ejemplo, que, con su curiosa gorrita, alcanzó una semifinal de 400 metros, algo que un argentino no lograba desde hace un siglo. También ellos escriben esa novela abierta que seguirá en proceso mientras los juegos perduren.