La leyenda de Onetti continúa
No es ninguna leyenda. Juan Carlos Onetti (1909-1994) pasó de manera literal la última década de su vida instalado en la cama, leyendo novelas policiales y con una botella de whisky siempre a mano. Por entonces ya vivía en Madrid –ciudad donde murió hace exactamente treinta años–, arrojado por el exilio. Uno de esos días lo visitó un escritor argentino que quería conocerlo. Dolly –la esposa violinista del uruguayo– fue a consultar. Todo dependía del humor del momento. Desde su posición, el visitante alcanzó a ver la parte inferior del cuerpo de Onetti en su famoso lugar de reposo. Dolly intentó convencerlo. No hubo caso. Onetti no le veía sentido al encuentro. Zanjó todo con una pregunta a la altura de su mito. “¿Pa’ qué”?:
La anécdota tal vez solo pinte la desilusión de los últimos años –Onetti dejó su país después de que la dictadura uruguaya lo apresara por premiar un simple cuento en un concurso–, pero parece hacerle eco al pesimismo de sus libros.
En La vida breve aparece por primera vez Santa María, la ciudad ficticia inventada por Brausen y por Onetti
Roberto Bolaño decía que había que evitar la lectura de Onetti antes de los cuarenta años. Y seguramente estaba en lo cierto. Se podría agregar que la acidez de su prosa es un virus contagioso, y que para torearla conviene estar algo inmunizado por la vida. Su premisa era que el destino único e inevitable de todos es la derrota. Como le gustaba repetir: “¿Quién ha tenido el éxito de Napoleón? Pero al final Napoleón es Waterloo y Santa Elena”.
Y sin embargo, esa desesperanza –se la podría asociar a la de Céline, un autor tan distinto– es única. La literatura de Onetti fermentó en el realismo más pleno, como lo muestran sus primeros relatos, que empezó a publicar cuando vivía en Buenos Aires y admiraba a a Roberto Arlt. Con el tiempo, la aflicción del tono se perfeccionó con una forma narrativa que iba mucho más allá de la simple mímica costumbrista. Lo prueban piezas como “Tan triste como ella” o “La cara de la desgracia”, que llevan a repetir lo obvio: Onetti es uno de los mayores cuentistas rioplatenses.
Su obra no hubiera sido la misma, de todas maneras, de no haber colisionado de frente con otra realidad: la de la imaginación. El asunto eclosionó en La vida breve (1950). Fue en esa novela donde aparece por primera vez Santa María, la ciudad ficticia junto a un río en la que a partir de entonces ubicaría casi toda su obra, de El Astillero a Cuando ya no importe.
A diferencia del condado de Yoknapatawpha de su idolatrado Faulkner (Onetti aprendió inglés solo para leer al sureño en el original), Santa María surge de la mente de un personaje. Es Brausen, un redactor de una agencia a punto de ser despedido, el que comienza a imaginar la ciudad en La vida breve con vistas a un guion de película que le permita cubrirse financieramente y, al mismo tiempo, evadirse del inminente colapso de su matrimonio. La ficción dentro de la ficción tiene un personaje inaugural, el doctor Díaz Grey, que busca ayudar a Elena –que le demanda recetas de morfina– a dar con su esposo. Brausen, por su parte, de este lado del mundo, se mete en problemas espiando a una vecina, lo que lo llevará más tarde a escapar, en un giro sorpresivo, hacia la propia Santa María de su creación. Díaz Grey, mientras tanto, llega a Buenos Aires. Las dos realidades, las dos ficciones, se interpenetran.
Onetti sumaría con los años personajes atormentados (como Larsen, “el juntacadaveres”) a ese territorio donde Brausen tendrá –como corresponde– su estatua de fundador en la plaza central, sin ceder jamás a las fantasías de ciudades míticas posteriores como Macondo. Mucho después, en Dejemos hablar al viento, ya cansado, permitirá que la ciudad inventada por Brausen o por él sea arrasada por el fuego. Onetti es el naturalista más fantasmal del que se tenga noticia, pero también el único que sigue dejándonos de una pieza al abrir sus libros.
Temas
Otras noticias de Manuscrito
Más leídas de Cultura
Un honor. Mónica Cahen D’Anvers recibió el diploma de la Academia de Periodismo en un emotivo acto con la voz de Sandra Mihanovich
Del "pueblo de los mil árboles" a Caballito. Dos encuentros culturales al aire libre hasta la caída del sol
“Me comeré la banana”. Quién es Justin Sun, el coleccionista y "primer ministro" que compró la obra de Maurizio Cattelan
La Bestia Equilátera. Premio Luis Chitarroni. “Que me contaran un cuento me daba ganas de leer, y leer me daba ganas de escribir”