Manuscrito. La fina estampa de Leonard Cohen
El nuevo libro de Marcelo Figueras, que revisita la obra del cantante y compositor canadiense e incluye un prólogo del Indio Solari, dispara recuerdos de una visita a Montreal
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Hace unos años viajé a Montreal para cubrir una convención sobre movilidad urbana. Terminado el evento, alquilé un cuarto por unos días en el barrio bohemio de Le Plateau-Mont-Royal. La arrendadora se llamaba Pascale Rafie. Era simpática y atenta, compartimos varias charlas sustanciosas, y en una de ellas me contó que había escrito una obra de teatro en homenaje a su madre (La receta del backlava). Me regaló un maravilloso vinilo que el cantante francocaribeño Henri Salvador había editado en 1977 y también me prestó una tarjeta para utilizar la red de bicicletas públicas. Pedalear es uno de los modos más hermosos de descubrir una ciudad. Mucho más, cuando es a través del arte. En consonancia con otras metrópolis, Montreal rinde homenaje a sus artistas a través de murales imponentes. En esos días seguí una ruta en busca de los retratos de los pianistas Oscar Peterson y Oliver Jones, legendarios jazzistas vernáculos. Pero el más impactante de todos los murales apareció en uno de los ventanales del Museo de Bellas Artes de la ciudad. En un marco de azul celestial, y al rayo solar, emergía desde la pared lateral de un imponente edificio el benemérito Leonard Cohen. Con una impronta casi gardeliana, rodeado por algunos otros edificios, se imponía la fina estampa de Cohen, vestido de traje y corbata, con su sombrero característico, la mano en el pecho y una mirada que atraviesa el tiempo y la distancia. Saqué una foto desde esa vista privilegiada, e hice varias copias para regalarselas a amigos con quienes compartimos la admiración por el poeta, escritor, cantante y compositor de gemas como “Suzanne” y “So long, Marianne”.
Había elegido quedarme en ese barrio por el consejo de mi colega y amiga Marcela Basch, que había quedado enamorada de la ciudad, y porque estaba allí a una distancia caminable de la última casa de Leonard Cohen, que había nacido en aquella ciudad en 1934 y se había despedido de este plano un par de años antes, en 2016, en Los Angeles, California. Así que una mañana caminé hasta el Parc du Portugal, intentando recrear algunos aspectos de la vida cotidiana del poeta, pretendiendo vislumbrar esa parte de la ciudad que era, de alguna manera, un poco suya. Me saqué la fotos de rigor en el 28 de la Rue Vallières y crucé hasta Bagel Etc., donde solía desayunar, y a su salud, le rendí honores a un bagel servido con queso crema, salmón, alcaparras, tomate y cebolla morada. En sus paredes, hay fotos dedicadas y hasta un Disco de Oro que Cohen dejó de regalo, como si la cafetería fuera una extensión de su casa.
Me acordé de esos días montrealeses porque Gourmet Musical acaba de editar Por qué escuchamos a Leonard Cohen, de Marcelo Figueras. Un libro que pertenece a una colección que incluye ensayos de Eduardo Berti sobre Aníbal Troilo, de Pablo Dacal sobre Ignacio Corsini y de Walter Lezcano sobre Lou Reed, entre otras yuntas auspiciosas.
La mirada de Figueras es lúcida, lo más abarcativa posible de una figura inabarcable. “El valor de su poética y de su voz se mide en proporción a su interior insondable. Fue un tipo que pensó incansablemente, porque vivió con intensidad pero además caviló sobre esa experiencia y su participación en la condición humana”, explica el autor.
El Indio Solari, que el año pasado lanzó “Encuentro con un ángel amateur” -una canción donde puede rastrearse la poética del canadiense-, es el autor de un elogioso prólogo. El final de ese texto es bello, inquietante y poético: “Influenciado por la melancolía de Cohen, he imaginado muchas veces una manera de irme de esta dimensión, cuando mi tiempo aquí termine. Sería algo así. Estoy jugando póker (cerrado, por supuesto) con amigos, y en un momento me levanto. Abandono la partida en silencio, dejando mis naipes volcados del revés sobre la mesa, sabiendo que mis amigos no osarán darlos vuelta y descubrir mi juego…”.
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