Manuscrito: la bicicleta plateada de Stranger Things
“Es que las emociones son reales, aunque la historia sea ficción”. Así se me ocurrió explicar a mi hijo el por qué de su inesperada obsesión por Stranger Things. Esos ingredientes son, por supuesto, condiciones necesarias para toda gran historia. Y la ficción de Netflix es su primera serie “de grande” con emociones “de grandes”, que incluyen libertad, aventuras, romance, amistad y también peligros ciertos para sus protagonistas; chicos que, en los primeros tramos de la serie, tienen más o menos su misma edad. Es tan desopilante como tierno verlo, un pionono en frazada escocesa, ante el televisor, intentando asegurarse que el pobre Will saldrá con vida del Otro Lado al final de toda su odisea: ”que tanto sufrimiento valga la pena”, dice. Su identificación total con la trama incluye la impiadosa detección de un parecido de quien esto escribe con el personaje de Winona Ryder, la atribulada Joyce: “está superada todo el tiempo; como vos, mamá”. En el mismo instante que recibe las garantías de que no habrá muerte de niños (preferible no adelantar demasiado) pide que no se diga nada más. Si está vivo, valdrá la pena. Es una buena filosofía.
Mientras él mira Stranger Things, y me pide detalles de lo que ocurre que por suerte no recuerdo acerca de la trama -sí sé explicar el por qué de un asiento “banana” de bicicleta- pienso en esas historias que nos llegan en el momento exacto para entenderlas y entendernos, cuyo impacto en nuestra vida y en nuestra manera de ver el mundo es decisivo, aunque siempre retrospectivo. No suelen ser aquellas obras maestras que luego citaremos como nuestro canon personal para florearnos con amistades y desconocidos. Pero sí son aquellas historias que nos acompañarán el resto del camino, un caminito de migas de pan que nos permite ubicarnos en el modo que llegamos a donde sea que lleguemos. Aquí. Una de ellas, en mi caso, fue la de la Anne Shirley de L. M. Montgomery (felizmente globalizada y de regreso gracias a otra serie de Netflix y a la irreprimible autenticidad de su pelirroja heroína). Mientras escribo esto, los ejemplares originales, regalados hace décadas para pasar una larga temporada en cama a la misma edad que tiene ahora el joven fan del amor de Eleven y Mike, son de los pocos ya plumereados y ubicados en el lugar preferencial de la biblioteca que merecen. El resto esperará su turno. Estos -Anne, Francie de Un árbol crece en Brooklyn; Jo de Mujercitas; Cassandra de El castillo soñado, todas niñas solitarias, raras y ambiciosas- son casi una medallita, necesarios para transformar a la nueva casa en la casa a secas.
No entiendo por qué me sorprende darme cuenta que la flamante bicicleta plateada con la que este fin de semana salimos por primera vez a andar juntos por el nuevo barrio es idéntica a la de la serie: BMX le decían entonces, cuando Nicole Kidman era una de los bicivoladores y tenía los rulos para probarlo. No sé quién se emocionó más de los dos al compartir la experiencia, con apenas el susto necesario de la bicisenda de Libertador y sus ciclistas profesionales como para ponerle condimento (hicimos como que no era para tanto, porque las lágrimas últimamente están muy a mano).
Hay que reconocer que, por toda la forzada nostalgia de unos años ochenta muy ficticios-¿quién no hubiese querido unos walkie talkies con esa potencia cuando aún esperábamos al plan Megatel?- Stranger Things sí acierta en lo que debe. Los primeros indicios de independencia, de una vida más allá de los confines de la casa o la escuela, suelen darse sobre dos ruedas. Un pie en el piso, otro en el pedal, manos firmes en el manubrio y espalda derecha. Arranco.
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