Manuscrito. Kafka en el aeródromo
Cien años después, tal vez sea el momento de deshacer algunos de los malentendidos que siguen orbitando alrededor de Franz Kafka (1883-1924). No sobre su literatura –siempre sujeta a interpretaciones–, sino sobre el individuo. Una de las confusiones surge, justamente, de fundir por completo la obra y la persona. “Soy la literatura”, dijo en una carta una vez el complejo y acomplejado autor de El proceso. Su convicción de que la escritura -lo que más le importaba- era lo contrario de la vida hizo el resto para reducir esta última a aquella.
La Carta al padre –una hipérbole literaria, bien mirada, desde el momento que nunca se la envío al progenitor – nos transmitió además una imagen de frustración sostenida. Sin embargo, los testimonios de los que lo conocieron hablan de sus particularidades, pero sobre todo de su inteligencia, humor y sonriente cortesía. ¿Cómo escribir lo que quería, sin apuros, teniendo que ganarse la vida?, era el dilema de Kafka. En una época en que los escritores tenían recursos y tiempo a su disposición (como Proust), o debían hundirse en la bohemia, el periodismo o el exilio como autopreservación (Joyce), la encrucijada no era menor.
Kafka, de hecho, hizo sus intentos para evitar algunos de los destinos a los que parecía condenado. Planeó sin éxito dejar Praga y pasar a estudiar a Múnich, con la esperanza de poner distancia con la familia y encontrar independencia. Algunos hermanos de la madre habitaban en lugares alejados (uno incluso en Shangái) y eso activó su imaginación. Cuando un primo distante mudado a Paraguay pasó de visita por Praga, Kafka contempló seriamente conseguirse un destino sudamericano.
Por lo demás, fue firme en muchas decisiones: seguro de que sus malestares se debían al tipo de alimentación adhirió a la “vida reformada” y se hizo vegetariano. Fue además un buen nadador e incluso practicó el remo. Y, en su juventud, apenas podía, le gustaba viajar. Hizo excursiones breves a los lagos de las cercanías, pero también emprendió –en los márgenes de vacaciones que le dejaba la oficina de seguros, donde era un empleado muy apreciado– periplos más largos, sobre todo con el también escritor, Max Brod, su futuro albacea.
Uno de esos viajes permite descubrir la curiosidad de Kafka por el mundo, antes de que fuera abducido para siempre por la literatura. En septiembre de 1909 los amigos estaban en Riva, no lejos de Lugano, en Suiza, cuando se enteraron de que en esos mismos días se realizaba en la cercana Brescia, en Italia, una exhibición aérea, la primera fuera de Francia. Y allí fueron.
Excepto los hermanos Wright, del encuentro participaron los principales pioneros aeronáuticos, entre otros Louis Blériot, que acababa de cruzar el canal de la Mancha en su precario aparato volador. En el lugar pudieron ver de cerca a otros visitantes, como el compositor Giacomo Puccini y el poeta aventurero Gabriele D’Annunzio (*). Insólitamente perduró una foto de un pequeño grupo de espectadores ante el paso de la máquina de Blériot, en la que se puede adivinar a Kafka de espaldas.
Tan singulares como ese documento son los artículos publicados en revistas distintas por cada uno de los amigos a su vuelta. El texto de Brod cuenta cómo el aeroplano de Bériot parece subir a las alturas impulsado por el entusiasmo de los espectadores. El de Kafka cambia la posición. Arriba, a 20 metros, escribe, “un hombre prisionero en una armazón de madera se defiende contra un peligro invisible y voluntariamente asumido” mientras los demás, “nosotros”, vistos desde aquellas alturas, “seguimos abajo como personajes rechazados e insustanciales, observando a ese hombre”. Esa inversión de perspectiva –como anota Reiner Stach, gran biógrafo del autor checo– es también una nueva forma de narrar. Hacia el final de su breve vida, Kafka consignó que su ideal de escritura era lograr “una especie más alta de observación”. Quizá todo haya comenzado, por qué no, con aquella impulsiva escapada a Brescia.
(*) Cuando muchos años después D’Annunzio supo que Kafka lo había retratado en una nota mendigando un breve vuelo al piloto estadounidense Glenn Curtiss le dijo al escritor Curzio Malaparte: “Vino a Italia, y no tuvo nada mejor que hacer que insultarme”. Y después agregó: “Era un pequeño empleado en una compañía de seguros de Praga, pero un gran artista, un espíritu noble” (la cita está tomada de Kafka. Los primeros años, de Reiner Stach). La aparente contradicción explica mucho de los prejuicios de la época y de la situación de Kafka como creador: por entonces, ser a la vez simple asalariado y escritor se veía como una vulgar contradicción en los términos.