Manuscrito: Hilary Mantel y los cuerpos del poder
Los mejores novelistas históricos son capaces de recrear mundos perdidos con tanto detalle y empatía que olvidamos reconocernos en lo que nos distancia de ellos: en su lugar, entre la fascinación de la resurrección, hay espacio para la incomodidad de reconocer que no habido cambios sustanciales en la naturaleza humana. Incluso si creemos en la noción de progreso, seguramente es aplicable a sustantivos colectivos, no los nombres propios.
La empatía de Hilary Mantel, quien murió el 23 de septiembre, era de la variante radiográfica: poco quedaba oculto ante su mirada, volcada hacia el pasado como una suerte de feroz oráculo. Un pasado que estamos condenados a repetir incluso si hemos entendido cabalmente las lecciones que nos ofrece, puesto que las circunstancias nunca han variado y, aquí yace su argumento, nunca lo harán. Su pasado socialista y católico, ambos repudiados con fervor en su adultez en novelas como Fludd, y su formación académica en la London School of Economics (en derecho, como su mayor creación, el muy real Thomas Cromwell) así como su obsesiva investigación del “rastro de tinta de la historia” le permitían que sus ficciones fueran muy poco ficticias. “Hago todo este trabajo porque estoy genuinamente interesada en llegar tan cerca de la verdad como sea posible y la historia es tan importante como la ficción. Eso explica por qué tardo tanto en escribir”, le dijo a El País en 2020.
Mantel ganó el premio Booker en 2009 por La corte del lobo, y nuevamente en 2012 por su continuación, Una reina en el estrado; El trueno en el reino, la conclusión de la trilogía sobre el ministro todopoderoso de Enrique VIII, “apenas” alcanzó a ser finalista del lauro, sorprendiendo a todos con su derrota en su condición de favorita invicta. En el mundo de Mantel, la noción de una “justicia poética” que la dejara en esa situación suele ser la primera en ser destripada en un callejón oscuro, como los idealistas y agitadores de poca monta de los que debió deshacerse su personaje más famoso en sus inicios. Mantel, al recibir el premio, explicó que se gastaría las 50.000 libras del premio en sexo, drogas y rock n’ roll.
Mantel fue premiada por su autopsia de la vida en la corte de los Tudor a través de los ojos de un plebeyo, que comienza como aprendiz de mercaderes florentinos para luego sobrevivir a las intrigas vaticanas y convertirse en la mano derecha del cardenal Wolsey y seguir escalando (y sobreviviendo) hasta diseñar la estrategia legal, el Acta de Supremacía, que le permitirá al soberano británico no solo divorciarse de su primera esposa, Catalina de Aragón, sino convertirse en cabeza de la Iglesia de Inglaterra. Sabemos desde la primera palabra de Cromwell en el libro que para 1540 será su cabeza la que advierta sobre los peligros de hablar por el rey desde una pica en la Torre de Londres. Esa suerte es aceptada con mucho mayor ecuanimidad por el propio secretario de Estado que por el lector, quien hasta último momento -con la Historia en contra- espera por un asterisco, un precedente, un espía o un asesino a sueldo capaz de torcerla a su favor. No such luck.
Pero esa misma mirada de rayos X de la escritora acerca del poder solía tener efectos casi risueños en los poderosos “en ejercicio”: su cuento “El asesinato de Margaret Thatcher”, producto de un sueño en 1983, provocó que los tories pidieran en el Parlamento una investigación policial; treinta años después, casi piden su encierro en la Torre de Londres cuando, en un ensayo, decidió enfocar sus considerables poderes de análisis en los Windsor.
El cuerpo femenino y sus efectos en el poder son una constante en su obra. Mantel recibió su diagnóstico de endometriosis tras años de transitar consultorios y de ser medicada por una psicosis que nunca sufrió. Los efectos de la enfermedad real y aquella equivocada la acompañaron hasta el fin de sus días. En “Royal Bodies”, publicado en la London Review of Books, la escritora vuelve a la Revolución Francesa en la que se desarrollaba su novela A Place of Greater Safety (1992) para comparar los cuerpos reales desde María Antonieta (”una mujer comida viva por sus vestidos”) a Kate Middleton (”diseñada por comité y construida por artesanos”). “Ya no le cortamos la cabeza a las mujeres reales -dice allí recordando a la Ana Bolena de La corte del lobo, pero también a Lady Di y la princesa Margarita-, pero sí las sacrificamos”.
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