Manuscrito: fantasía para cemento y ladrillos
Podés tener los ojos celestes, los dientes perlados y los músculos de mármol de una escultura griega, no me importa. Quizá manejes un auto de colección, salís con una supermodelo y uno de los países más pujantes del planeta acabe de regalarte la ciudadanía, te juro que me da igual. Ahora, si tenés menos de 40 años y ya sos dueño de una vivienda, un poco te voy a envidiar. “Envidia sana”, le dicen, aunque ese tipo de envidia se me hace tan sano como un tumor benigno: algo que tal vez no me mate, pero que preferiría no llevar adentro.
El de la vivienda propia es de esos sueños que sucede en plena vigilia. Podés estar viajando en un colectivo repleto de gente o apretando paltas en una verdulería y de repente llega: te descubrís imaginando una vida en la que no tenés que gastar la mitad de tu sueldo en un alquiler; en la que no te pueden echar del lugar donde vivís por adoptar un perro o un gato, en la que no tenés que pedir permiso para colgar un cuadro en una pared.
Si naciste entre las décadas del 80 y el 90, probablemente sepas que comprar una casa es una misión cada vez más difícil. Según la consultora Reporte Inmobiliario, en 1995 necesitabas cuatro años de salario para un departamento de 40 metros cuadrados. Hoy se requieren 13.3 años, más del triple. Parece que ni siquiera la nueva tanda de préstamos hipotecarios lanzada en abril puede mejorar la situación: los ingresos en dólares cayeron a la mitad respecto al gobierno de Macri (cuando tuvo lugar el boom de los créditos UVA) y desde ese período la pobreza creció veinte puntos.
Considerando estas cosas, más que un sueño, comprar una vivienda parece una fantasía. Al menos en los libros de Tolkien o George R. R. Martin cualquier criatura pensante -ya sea sea hobbit, elfo, Cuervo de tres ojos o bastardo real- tiene un techo propio para proteger su existencia más o menos afortunada del rigor de los elementos. Es más de lo que podemos decir quienes pasamos incontables horas con mirada vidriosa navegando en sitios de compraventa de propiedades a la espera de una oportunidad única (¿un PH derruido a precio de ganga? ¿la escena de un crimen brutal en la que nadie quiera vivir?) que nunca se presenta.
Incluso en los momentos menos pensados, durante las tardes apacibles en las que paseo a mis perros por los coquetos barrios residenciales de la Ciudad de Buenos Aires, me descubro recorriendo la fachada de algún antiguo palacete con la misma mezcla de lujuria y torpeza con la que, en mi juventud, solía mirar a una chica linda en un boliche. A veces, cuando una de esas llamaradas de deseo me derrite las córneas, trato de reponerme y determinar en qué momento me convertí en esta persona. ¿Deberé culpar a mi infancia ambulante, a esos padres que se mudaban una vez por año sin pensar en cómo esos traslados afectaban a sus hijos? No sería la primera vez.
¿Y si la razón no es personal, sino colectiva? Porque con las propiedades, como con los dólares, los argentinos parecemos buscar un refugio contra las tempestades que siempre azotan las costas de nuestra economía: las tasas de inflación que despiertan asombro y horror en otros países del mundo, la agonía interminable del peso, las pésimas leyes de alquiler pergeñadas por legisladores trasnochados. Es una manera de cantar victoria, decir “la hice bien”, “acá te gané”, “un puntito para el lado de los buenos” o, quizá, de los no tan malos.
A veces pienso en cómo sería mi casa propia. Veo un departamento con comedor amplio, una cocina en la que dos personas pueden circular sin chocarse y una habitación mediana con piso de parquet. Todo (las paredes, los muebles, los perros) está bañado por una luz de sol intensa, estremecedora. Solo imaginarlo me hace arder los ojos.