Manuscrito: expedición a mis vidas pasadas
¿Hay vida más allá de la muerte? ¿Existe la reencarnación? ¿Estamos solos en el Universo? Estas preguntas que uno esperaría escuchar en la trasnoche de History Channel pasaron por mi cabeza la semana pasada cuando el aburrimiento atroz, la vaga intriga y un larguísimo historial de decisiones financieras cuestionables me llevaron a gastar los pocos pesos que me quedaban en una bruja.
Aunque no puedo afirmar que creo 100% en estas cosas, todo aquello que entra en la categoría “paranormal” me genera desde la infancia una fascinación persistente que las películas de terror místico y los libros de Stephen King y Mariana Enriquez solo han logrado empeorar. Mis experiencias en este rubro han sido más bien inocentes: la foto del aura que me tomó una farmacéutica neuquina a mis diez años, alguna que otra tirada de I-Ching y Tarot, la ocasional revolución solar que ahora se acostumbra a regalar en los cumpleaños. Nunca incursioné en nada jodido, ni magia negra ni esos rituales umbanda que, como tantos hitos de origen brasileño -el capoeira, la caipiroska, Axé Bahía- prefiero evitar a cualquier precio.
Lo que buscaba en esta oportunidad era la apertura de mis “registros akáshicos”. Esta técnica surgida a finales del siglo XIX sostiene que el alma es inmortal y se reencarna muchas veces a lo largo del tiempo. El detalle de lo que sucede en aquellas “vidas pasadas” queda almacenado en una especie de archivo astral que los “espíritus guía” a cargo de custodiar nuestras almas consultan a pedido. No cualquiera puede pedirles que accedan a estos registros, hace falta un diplomado en asuntos sobrenaturales o algo así. Por fortuna, conozco a una bruja con las credenciales académicas que la situación exigía.
La sesión (a mi pesar) no tuvo lugar en un living oscuro adornado con reliquias hechizadas de países lejanos, sino en WhatsApp. La bruja me avisó por mensaje que iba a contactar a mis espíritus guía y me pasó una playlist con temas de Vangelis para ponerme en sintonía espiritual mientras ella avanzaba con el proceso. Después de unos 40 minutos de silencio, llegaron los audios.
Según ella, mis espíritus guía le refirieron detalles de dos vidas pasadas. En una, fui un astrónomo y matemático musulmán que vivió en Córdoba, España, durante el siglo 14. En otra, un pintor impresionista estadounidense especializado en paisajes costales, autor de un cuadro célebre que cuelga en el Salón Oval de la Casa Blanca (“sos mi primer famoso”, admitió la bruja). Como se trataba de un artista reconocido, empecé a rastrear información sobre él con la esperanza de vivir algún tipo de epifanía, un recuerdo ancestral que pudiera ser desbloqueado por aquellos párrafos biográficos y acuarelas. No hubo caso.
La bruja afirmó que la elección de estos dos perfiles entre tantas otras encarnaciones cifraba un mensaje: debía conectar con el asombro que produce la naturaleza para recuperar mi sentido de propósito. Justo yo, que prefiero un sillón y unas papas en tubo a un paraíso virgen coronado con frutas exóticas. Una pregunta empezó a inquietarme: ¿Acaso no tengo un propósito en la vida? Es cierto, no soy un sofisticado científico musulmán o un artista de éxito. Tampoco soy atractivo ni especialmente talentoso. De hecho, casi no tengo amigos y a veces creo percibir en los ojos de mis perros una vaga decepción, como si pensaran que pueden estar con alguien mucho mejor que yo. Pero hago terapia, trabajo sobre mis errores y busco (en la medida de lo posible) no complicarle la existencia a nadie.
Si hay registros akáshicos, espero que al final de esta vida incluyan un párrafo que diga “persistió, aunque no tenía claro para qué”. Me parece un buen mensaje, en este milenio o cualquier otro.
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