Esos libros perdidos para siempre
Los sueños, no es novedad, sorprenden hasta al soñador: hace poco, en uno, me descubrí leyendo la novela desconocida de Thomas Bernhard. El austríaco dejó entre sus papeles, es lo que se dice, una narración de más de mil páginas que permanece guardada bajo siete candados. Tal vez Bernhard, que publicó tantos libros de prosa hipnótica y circular, no necesite agregar un nuevo ladrillo a la pared, pero en el sueño, aunque no puedo recordar de qué trataba, la novela resultaba monumental.
De publicarse alguna vez, si es que de verdad existe, el mamotreto pasaría de inédito a póstumo. Sería un póstumo que valdría la pena. Es difícil que Bernhard haya dejado la clase de sobras amorfas que los herederos a veces publican sin calcular las consecuencias.
El iceberg de la literatura está lleno, de todas maneras, de ejemplos de piezas retenidas como esa, pero también de obras que nunca llegarán siquiera a esa vida postmortem del autor, porque se perdieron o incluso porque –caso virtual– nunca se llegaron a escribir.
El caso de Vladimir Nabokov cumple con un par de categorías. Al morir estaba escribiendo El original de Laura. Durante décadas se evitó dar a conocer esa pieza inconclusa. Cuando finalmente se la publicó, se descubrió que Nabokov no había pasado de unas cuantas anotaciones. Fue el fin de un misterio. No ocurrirá lo mismo con su más famosa promesa incumplida porque, en cambio, ya sabemos que nunca se podrá leer: la de escribir una continuación de ¡Habla, memoria! (sus recuerdos de los años rusos y europeos) que hubiera reflejado su llegada a Estados Unidos y su pase al idioma inglés. De ese proyecto no hay una línea. Solo queda imaginar cómo hubiera sido.

Libros cajoneados y libros para siempre en potencia no son las únicas categorías. También –y estas son pérdidas más radicales– podemos pensar en lo que se extravió de manera definitiva. De Safo, para hablar de la antigüedad, solo hay fragmentos de poemas y, aunque Sófocles estrenó más de cien obras (Esquilo no le iba en zaga), solo se conservan completas siete. Ese era el número en que las antologaban los griegos y solo nos llegó la colección (algo es algo) que tenía Antígona y Edipo Rey.
Los casos más recientes, derivados sobre todo de los años más complicados del siglo pasado, son las pérdidas más absurdas (e injustas). Siempre se recuerda que Kafka apenas sería apenas el autor de La metamorfosis si Max Brod no hubiera salvado del fuego sus novelas inconclusas, pero nunca que por esa vía se esfumó lo que escribió en los últimos años (de eso se encargó alguien todavía más cercano). Antes, en el siglo XIX, Gogol había procedido por sí mismo: fue él el que quemó con sus propias manos en un acceso de furia mística la segunda parte de Almas muertas. Mijail Bajtín –el gran teórico literario ruso– también hizo arder una esforzada obra (le había llevado diez años) sobre la novela occidental, pero de otra manera: literalmente se la fumó. Aislado durante la Segunda Guerra Mundial, con tabaco, pero sin papel de liar, hizo uso del manuscrito. Bajtín tenía otra copia en Moscú, pero no podía saber que al mismo tiempo la casa en la que la había dejado estaba siendo destruida por un bombardeo.
La novela que Isaak Babel estaba terminando cuando fue detenido por el estalinismo, se considera hoy, fue destruida por sus verdugos (es lo que habría pasado también con la novela que Rodolfo Walsh escribía durante la dictadura) mientras que tampoco volvieron a encontrarse las páginas de Mesías, la única novela del cuentista Bruno Schulz, víctima de un oficial nazi. En la posguerra alguien dijo haber visto el manuscrito en los archivos soviéticos, aunque, por mucho que se derrumbara la URSS, nunca hubo noticias de él. A veces también ese libro se me aparece en sueños convertido en milagro póstumo.
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