Manuscrito. El punto ciego de la pena
Un resquicio fuera del alcance de cualquier tipo de tormento, ¿quién no querría a habitar un lugar así?
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Habrá sido por el bálsamo de la música, la sonrisa exhibida de los que ya no usan barbijo, los ojos cerrados para bailar en la cueva. O habrá sido porque desde el escenario el propio artista subrayaba con un breve relato antes de echarse a cantar que “el punto ciego de la pena” estaba teniendo lugar en ese mismísimo momento. Es decir: un instante fuera del alcance de cualquier tipo de tormento, como el que lo inspiró aquel verano en una islita del Caribe venezolano, un resquicio, se abría ahora en un teatro grande en plena avenida Corrientes. Sin luna de Rasquí ni mucho menos arena blanca, el estado de gracia se repetía y se multiplicaba en cientos de personas. Habrá sido por eso, entonces, y no por la sal del mar, el brillo de las noctilucas, el remo en el río ni el puente de Cerati que Jorge Drexler adosó con buen tino y mejor gusto a sus geografías, que después del concierto en el Gran Rex desemboqué otra vez en los meandros de la ceguera.
No me extraña la sinapsis sentimental, a muchos debe pasarles: una misma palabra va disparando impresiones y corren como reguero a través de los días. Tal vez la mecha la haya prendido la efeméride centenaria de José Saramago, que ofició de pasaje de vuelta a una de sus obras más famosas: Ensayo sobre la ceguera se leyó en plan maratónico durante los homenajes realizados en la Feria del Libro. Nos habíamos mirado hace poco en el espejo de esa novela, cuando despuntaba la pandemia, buscando que la lucidez de la literatura, con sus plagas antológicas y distopías, explicara lo que pasaba en realidad. Se le atribuyó, así, al portugués cierto carácter profético por su obra de 1995, anterior al Premio Nobel.
De la metáfora de la “ceguera blanca” de Saramago pasé al “Poema de los dones”, de Borges, en el gracioso rebote de una anécdota de pasillo. Agotados por la vorágine de la rutina, conversábamos en la Redacción sobre el duelo nocturno que el cansancio le reta a la lectura (y casi siempre le gana). “¡No sé cómo hacés! A las tres páginas me quedo dormido”, se confesaba un compañero, y fue lo que me recordó la mordacidad de cierta fuerza creadora que en un mismo acto puso sobre la faz de la tierra a los libros y la noche.
Semejante trivialidad no es digna del mayor de todos nuestros escritores, pero así funcionan las asociaciones libres y tantos años de análisis han enseñado a no censurar los pensamientos, sobre todo los que parecen más insignificantes. Borges incluye en El hacedor esos versos sobre “la maestría/ de Dios, que con magnífica ironía/me dio a la vez los libros y la noche” para expresar que “el mundo del ciego no es la noche que la gente supone” y que sumido en la paradoja más absoluta él, que había imaginado el paraíso bajo la especie de una biblioteca, estaba rodeado de libros que no podía leer. Doblemente ciego es el que no ve y está poseído con vehemencia de alguna pasión.
Demostraciones de que ceguera no hay una sola sobran hasta en el diccionario de sinónimos –obcecación, desengaño, terquedad, privación, oscurecimiento, inhabilitación–, pero en ninguna aparece un resplandor. Será por eso que en esta carambola de sentidos elijo quedarme en el “punto ciego de la pena” que el uruguayo reconfiguró el domingo para tres mil doscientas sesenta y dos almas sentadas (y algunas más de pie detrás de escena). ¿Quién no querría habitar un lugar así? Drexler presenta todavía este fin de semana en Buenos Aires Tinta y tiempo, un nuevo disco que busca dejar atrás la oscuridad de los últimos años. Lo hace cuando se cumplen tres décadas de su primer álbum, titulado La luz que sabe rodar, y que escribió “a ciegas” –dice–, porque no tenía idea de lo que producían sus canciones en los demás. Me haces bien, me haces bien, me haces bien le certifica hoy su éxito a coro toda la platea.
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