Manuscrito: el fin de la maldición
Cuando alguien me pregunta si deseo tener hijos, quizá porque ya tengo 40 años y las únicas criaturas vivas a mi cuidado son dos perros y una suculenta algo maltrecha, siempre respondo lo mismo: “No, la maldición termina conmigo”.
La reacción del otro suele ser una carcajada. Yo me río también y cambio rápidamente de tema para no tener que aclarar que lo digo muy en serio, que estoy determinado a hacer mi parte, a poner todo de mí, para borrar este linaje de la faz de la Tierra.
Me encantaría decir que me mueven razones nobles o, al menos, interesantes: condiciones genéticas graves que no deseo transmitir, un fervor religioso que me llama al celibato o una vida tan estimulante que sería absurdo pausarla para criar un bebé. Pero no. Soy una persona relativamente sana (más allá de la escoliosis y una obsesión poco saludable por los alimentos ultraprocesados), mi castidad es absolutamente involuntaria y mi vida es tan divertida como tomar el subte en hora pico.
En realidad, mis motivos tienen su origen en un meticuloso estudio personal que, durante innumerables noches de insomnio, evaluó el desempeño de las últimas tres generaciones de hombres de mi familia (incluido yo). ¿La conclusión? Hay que pedir la quiebra de este franquiciado de una vez por todas.
Vamos a los hechos. Nunca entendí a mi padre. En los asados y reuniones con amigos tenía una risa expansiva y un carácter animado que encantaba a todos. En cuanto entraba a casa, sin embargo, su expresión se tornaba sombría. Nos saludaba sin entusiasmo, con el afecto que se podía esperar de un gólem recién animado y se alejaba a pisotones hasta su habitación para encerrarse.
Mi madre le llevaba la cena, que él comía a solas en su cama, iluminado apenas por los haces verdes y azules que la televisión proyectaba sobre su cuerpo. Al terminar, dejaba los platos sucios afuera de la habitación y cerraba la puerta. Más allá de algunos intentos fallidos de conectar con él en mi vida adulta, la distancia entre nosotros solo aumentó con el pasar del tiempo. Para cuando murió, llevábamos diez años sin hablarnos.
Mi abuelo, a quien conocí poco y nada durante mi infancia, no debe haber sido mucho mejor. Cuando mi padre era todavía un niño, lo depositó en un internado cordobés para que el aire de las sierras lo ayudara a vencer sus recurrentes episodios de asma. Entiendo que apenas lo visitó durante aquellos años y que la experiencia fue traumática. En las pocas ocasiones que mi padre hablaba de ese período, su expresión se volvía más sombría que de costumbre, su voz apenas un murmullo que susurraba vaguedades.
Yo no salí mucho mejor. Me convertí en un humano bastante mediocre que, a los 40, ya chocó un matrimonio y acumula más arrepentimientos que suscripciones de streaming. ¿Qué razón tengo para pensar que puedo hacer un mejor trabajo que ellos? Sí, me desvivo por mis perros, a los que trato de cumplirles todos sus caprichos, ¿eso significa que tengo lo necesario para ser un buen padre? De poder hablar, la suculenta contaría otra historia.
Parece que somos varios los que pensamos en estos temas. Un relevamiento de la Universidad Austral (bastante más serio que mis elucubraciones nocturnas) determinó que, por año, nacen en el país 260.000 bebés menos que hace una década. Las razones van desde el retraso de la edad de maternidad y la caída de las adopciones hasta las dificultades para conformar una pareja. Me pregunto si en esa estadística estamos también los que dudamos de nuestra capacidad para revertir esas crianzas poco ideales.
Cada tanto, algún amigo que tiene familia propia escucha estos argumentos e intenta convencerme de que puedo ser un buen padre. Me dice que los hijos son “fáciles” y que, después de un tiempo, el sacrificio vale la pena. Yo siempre respondo que sí, que debe tener razón y cambio rápidamente de tema.
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