Manuscrito. El deseo de las vidas paralelas
Sabía por las críticas, el “boca a boca”, y la trayectoria de los involucrados en el espectáculo, que el unipersonal El hombre de acero, de Juan Francisco Dasso, interpretado por Marcos Montes, me iba a gustar. La obra ganó el premio Germán Rozenmacher 2019. Actualmente está en cartel los sábados y domingos, en Espacio Callejón.
Lo que vi y escuché me gustó mucho más allá de lo esperado. La pieza se ocupa de la sexualidad de los adolescentes con autismo. Lo hace sin mensajes ni discursos edificantes, “simplemente” pone en escena con dolor, humor y ternura, un tema aún más tabú que la sexualidad de los ancianos o la de quienes padecen discapacidades físicas.
La irrupción del deseo produce un cambio muy grande en la vida de los adolescentes autistas porque el trastorno de estos consiste en fallas en la interacción social y la comunicación. El padre de El hombre de acero no ha logrado nunca que su hijo, Neo, lo mire a los ojos. La mera mirada es un problema en la existencia de quienes tienen el síndrome de Asperger, sin necesidad de que haya una intención sexual. Cuando la hay, mirar a alguien deseado es una necesidad que, para ser satisfecha, exige un difícil autocontrol.
El padre que interpreta Montes les cuenta a los espectadores la situación por la que pasa e interroga a uno de ellos, Dionel, otro púber, invisible en una butaca vacía, sobre la vida de Neo y su relación con este. Los dos chicos son compañeros en la institución donde se educan y tratan. El hijo está encerrado hace horas en el baño de su hogar, después del “incidente” que tuvieron él y Dionel. Entre ellos se ha establecido una rara “comunicación” de vidas paralelas. Son como computadoras, puestas la una al lado de la otra, no conectadas en red, pero vinculadas de una manera misteriosa.
Fui a saludar a Dasso, al que no conocía, después de terminada la representación para felicitarlo. Me dijo que hace ya varios años trabajó como voluntario en instituciones consagradas a la atención de adolescentes con síndrome de Asperger y coordinó grupos de teatro con ellos. Eso le permitió conocer algunas de las prácticas sexuales de los pacientes, como la masturbación. Quedó profundamente impresionado cuando supo que esos chicos, sin saber muy bien qué debían hacer, llevados por una pulsión irresistible, se lastimaban los propios genitales porque los manipulaban para masturbarse con la violencia y la furia del deseo insatisfecho. Había que ayudarlos a comprender qué pasaba en sus propios cuerpos.
La agudeza con que Marcos Montes encarna a sus personajes, entre ellos el del padre de Neo, es el fruto de una serie de estudios, intereses y actividades, de las cuales sólo algunos son estrictamente teatrales, pero que, en su conjunto, le permiten entender todo tipo de “gramáticas” de pensamiento y conducta. Emplea la estructura de la lengua como modelo de comprensión; es políglota (actúa también en otros idiomas), máster en lexicografía, graduado en la Real Academia Española, traductor, pintor, canta jazz y folclore. Su profundo amor por los animales lo llevó a estudiar tres años para ser médico veterinario. La ductilidad gestual y expresiva, así como la observación del comportamiento animal, le permite convivir con un zoológico casero de perros, gallinas, loros y otras especies. Sus gallinas están en la terraza; por las mañanas, él va a buscarlas, encabeza el grupo, y baja la escalera cantando, seguido en procesión por el entero gallinero, hasta el patio. A veces, mientras Marcos y yo tomamos un café en un bar, lo veo mirar por la ventana y, de tanto en tanto, la contemplación de un ser humano lo hace sonreír en silencio. Si le pregunto qué le llamó la atención, responde: “Nada, nada”. Esa “nada” es la que alimenta interpretaciones como la de El hombre de acero.
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