Manuscrito. Egle Martin, una despedida musical
La última tertulia bohemia, con canciones folclóricas, clásicos de la bossa nova y un baile a modo de agradecimiento
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En una de sus canciones más famosas, Rubén Rada canta “Cuando yo me muera no quiero llanto ni pena, quisiera que se me vele bailando una rica plena”. La plena es un ritmo afro de origen puertorriqueño, que llegó a Uruguay en la década del 50, y en su fusión con el tango y el candombe se volvió el más popular de los ritmos caribeños en la Banda Oriental. Me acordé de esa canción el martes pasado, cuando fuimos con mi padre a despedirnos de su gran amiga Egle Martin. Fue un velorio, definitivamente, fuera de lo común. Al menos, para esta parte del planeta, en este momento de la historia.
Egle fue cantante, bailarina, vedette, percusionista e investigadora de ritmos y de la cultura afro en Argentina y todo el continente. Pero ante todo, cultora y militante de la bohemia, amorosa enlazadora de mundos y una notable anfitriona de maratónicas tertulias musicales y literarias. También fue madre de Alejandra y Barbarita Palacios, artistas talentosas y sensibles. Alejandra se dedicó a la fotografía, y uno de sus trabajos más destacados fue el registro de la grabación de De Ushuaia a La Quiaca, el álbum de León Gieco producido por Gustavo Santaolalla. En esa gira ocurrió el flechazo con el ex Arco Iris, y su historia de amor se continúa escribiendo. Barbarita continuó el legado musical, y después de integrar el grupo Semilla, inició una fructífera carrera como solista, además de ser parte de la Santabanda.
En la despedida de Egle hubo folclore y bossa nova. Un rito musical, un modo de exorcizar el dolor, de acompañar el viaje espiritual, de honrar el paso de una artista chamánica por este plano. Frente al cuerpo de su madre, acompañada por su pareja, el violinista Javier Casalla, Barbarita cantó con Sofía Viola (juntas integran el dúo Las Huevas son Estas) y Luciana Jury. Para la chacarera, sumaron sus bombos legüeros Camilo y Lucero Carabajal (exyerno y nieto, respectivamente, de Egle). Pajarín Saavedra la honró con un zapateo deslumbrante. Barbarita entregó, también, una conmovedora versión de “Eu sei que vou te amar”, la canción de Tom Jobim y Vinicius de Moraes, otro de los grandes amigos de su madre (también musa de Astor Piazzolla).
Un rato más tarde, Fernando Noy bailó mientras Santaolalla tocaba tambores. “Gracias, gracias, gracias”, decía la Noy como un mantra. “Egle siempre me decía «no quiero que me lloren». Ella nos enseñó el swing de vivir. Siento que se cerró un ciclo de enorme aprendizaje, con semejante chamana. Egle era una gran conversadora. Compartimos tantas reuniones, con Paco Jamandreu, con el Cuchi Leguizamón, con Abelardo Castillo, con artistas increíbles”, me contó Noy unos días después. “Empezábamos cenando un guiso carrero y terminábamos con sanguchitos de jamón al amanecer, y ella siempre con su vasito de clericó”.
Hace casi veinte años, cuando el ciclo Jazzología cumplía dos décadas, Egle y Luis Salinas se sumaron a los festejos. Allí Luis contó una anécdota que le pedí que la recuerde hace unas semanas. “Estaba en la casa de Egle y suena el teléfono. Atiendo y era Dizzy Gillespie. Me quedé mudo. Le pasé el teléfono sin poder decir palabra. Llamaba para conversar, para saludarla”, evocaba Luis. “En su casa conocí a Manolo Juárez, Hermeto Pascoal, Horacio Salgán y Ubaldo de Lío. Pasaban cosas increíbles. Ahí se respiraba el hecho artístico, así aprendí la diferencia entre ser un músico y ser un artista.”
Daniel Buira, exbaterista de Los Piojos y director de La Chilinga, el emblemático bloque-escuela de percusión fundada a mediados de los 90, la había conocido hace tres décadas. “En el programa de la escuela tenemos un ritmo, candombe argentino, que me lo pasó ella. Cantó muchas veces con nosotros. Y estuvimos a punto de armar un museo con sus tambores. Hubiera sido genial”. Un museo, una novela, una película. Su vida merece eso, y mucho más.
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