Manuscrito: Doctor Once, Hamlet y la reina de las astas: un manual para sobrevivientes
“Se trata de un astronauta...Bueno, no: se trata de alguien que sobrevive a una tragedia y descubre que quedó totalmente alienado de las cosas cotidianas. Es muy profundo”. Así describe un personaje secundario a Estación Once, la misteriosa novela gráfica ficticia a cuyas páginas vuelve una y otra vez la miniserie Estación Once (HBO Max) para encontrar consuelo y consejo en tiempos difíciles.
Basada en la novela de Emily St. John Mandel de 2014, la ficción podría haber aprovechado a puro patetismo la carambola perfecta de tener un tema profético (cómo vive el 0,1% de la humanidad que sobrevivió a una pandemia de gripe) en el momento en el que ya nos cansamos de esperar lo peor. Contra todo pronóstico, ver Estación Once provoca el efecto opuesto: lejos de la alienación, las cosas cotidianas que han sobrevivido a la catástrofe –una camioneta, un racimo de guantes de golf, un CD–, lejos de subrayar la ausencia del ritual que le permitía cumplir con su función, se convierten en un memorial de una vida que ya no existe pero se recuerda.
Así, Kirsten explica con infinita paciencia a los “pospan” (los nacidos después del Año 0 en la nueva normalidad) el paso a paso para pedir un Uber y confirma que, en el “Antes”, todas las obras de teatro del mundo podían guardarse en el celular inerte que sostiene entre sus manos.
Como estrella de una compañía shakespeareana a lo Mad Max, la Sinfonía Transhumante, que recorre incansablemente los pequeños poblados a orillas de los Grandes Lagos para ofrecer Hamlet, Kirsten ha terminado por encarnar el eslogan del misterioso astronauta de su libro de cabecera, el náufrago Doctor Once: “Sobrevivir es insuficiente”. La representación de la tragedia isabelina, la novela gráfica sin copia, el “Museo de la Civilización”: todo lo que han logrado rescatar de la aniquilación es una carta de amor al arte, a su capacidad de contener la suma de la experiencia humana, incluso si ya no hay más humanos.
No debería sorprender a nadie que las dos mejores series del año que comienza se centren en un grupo de sobrevivientes de una catástrofe. Sí, quizás, que el duelo contenga tanto humor y poesía.
La tragedia en Yellowjackets (Paramount+) no es global sino personal: el avión de un equipo de fútbol femenino, con sus asistentes y técnicos, cae en 1996 en una zona remota y boscosa de Canadá. Las sobrevivientes, luego de enterrar a la mayoría de los adultos, y experimentar la euforia de haber sobrevivido y ser libres, cree encontrarse en una especie de viaje de egresados agreste (no lejos de allí está la ruta de la Sinfonía Transhumante).
Pero los meses pasan, la ayuda no llega, la comida escasea, el invierno se acerca y, sobre todo, los secretos de las adolescentes se combinan con una pulsión maligna que puede o no venir del exterior. Una olla a presión que estalla en una cacería ritual a las órdenes de una de ellas, autoproclamada Reina de las Astas. Las consecuencias de ese “lapsus de civilización” las obsesionarán durante los siguientes 25 años.
El paso del tiempo y los caminos que abren la culpa y el trauma en nuestros recuerdos son otras características en común entre estas dos series, claramente hijas de nuestra actualidad: historias de mujeres sobrevivientes por casualidad y no mérito, decididas a merecer tal suerte o tentarla hasta el final (seguir vivas podría no ser una bendición: hay alguien decidida a eliminarlas, revelar sus secretos o al menos sacarles todo su dinero).
Yellowjackets y Estación Once van y vienen en su narración, entre ese pasado de pesadilla y este “ahora” solo aparentemente más civilizado, entre las jóvenes enfrentadas con la soledad de lo salvaje y las mujeres solo superficialmente recuperadas de la experiencia. El sentido, e increíblemente, el humor, está en poder ver la imagen completa, incluso con los espacios vacíos de las piezas del rompecabezas que nos faltan.
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