Manuscrito: de enemigos a amantes y otros tro(m)pos literarios
“A falta de una mitología general efectiva, cada uno de nosotros tiene su panteón onírico privado, rudimentario pero secretamente potente. La más reciente encarnación de Edipo, como el romance floreciente de Bella y Bestia, esperan el cambio de semáforo esta misma tarde, en la esquina de la calle 42 y la Quinta Avenida”. Es Joseph Campbell quien explica así la permanencia de nuestros mitos y su permutación a lo largo de los siglos en El héroe de las mil caras (Fondo de Cultura Económica).
Publicado en 1949, el volumen escapó de los confines académicos de la narratología, la semiótica y el estructuralismo cuando George Lucas explicó que lo había tomado como punto de partida para escribir la travesía de Luke Skywalker a lo largo de La guerra de las galaxias. La trilogía original fue un éxito de dimensiones míticas, por supuesto, y el volumen -junto con el ciclo de conferencias El viaje del héroe- pasó a ser una biblia para la única organización contemporánea dedicada a crear una “mitología general efectiva”: Hollywood.
Los hilos de este “monomito” que retomaba Campbell desde Joyce, y su monumental trabajo con las mitologías de Oriente y Occidente iluminaban nuestra visión del futuro, la reflexión sobre nuestra propia humanidad. Su transformación en infalible manual de guion acaso tuvo el efecto inverso: hacer conciente, calculado y repetitivo todo lo que subyacía caótico, desmesurado, humano, bajo una gran historia. Seguimos, sin embargo, rindiéndonos ante imágenes que nos revelan un sentido trascendental, como ocurrió la última semana con las deslumbrantes fotos tomadas por el telescopio James Webb.
La memorable imagen de Bella y Bestia esperando en el semáforo fue precisamente lo que pensé al escuchar desde la cocina una conversación entre las amigas adolescentes de mi hija. Una de ellas explicaba por qué ver un animé con un profesor secretamente alienígena cuya composición química ponía en riesgo a los alumnos humanos a los que adoraba (o algo así). Otra de ellas aportaba un segundo atractivo de la serie, cuya ajustada síntesis podría haber llenado de satisfacción a Campbell: “sí, es un de enemigos a amantes perfecto”. De enemigos a amantes, como Bajo la influencia, Separados al nacer o Falso romance/Matrimonio a la fuerza son tropos, un término tomado del inglés que define a una convención o elemento narrativo, un “atajo” de la historia fácilmente reconocible por el público. Un tropo no es un clisé, explica TV Tropes, un sitio gigantesco dedicado a analizar y catalogar todos los tropos existentes primero en Buffy, la cazavampiros y luego en otras series y películas (ya han avanzado hacia la literatura y el cómic): “pueden ser nuevos pero verse trillados; otros tal vez tengan miles de años pero siempre se sienten originales. No son buenos ni malos, son apenas herramientas que los artistas utilizan para expresar sus ideas”, se lee allí.
Como ocurrió con bizarro, el tropo comienza a perder su acepción castellana de “uso de una palabra con un sentido figurado” en favor del trope anglosajón, dada su omnipresencia en la cultura popular. Y sí, sin arrancarnos los ojos ante la simplificación, podríamos decir que Orgullo y prejuicio es un “de enemigos a amantes perfecto”, como lo son sus adaptaciones hollywoodenses. No pierden su atractivo aunque sepamos qué nos van a contar.
Estamos hechos de historias. O, como decía de forma insuperable Carl Sagan sobre nuestra necesidad de entender cómo llegamos aquí: “Somos la forma en la que el Cosmos se conoce a sí mismo”. Y parte de ese entendimiento consiste en aceptar la transformación, analiza Campbell: “Los romances modernos, como la tragedia griega, celebran el misterio del desmembramiento, que no es otra cosa que la vida en el tiempo. El final feliz es deplorado como una representación errónea de nuestra experiencia, ya que el mundo como lo conocemos, el mundo como lo vemos, entrega un único final.” Que, estas nuevas postales del universo desconocido confirman, es apenas otro principio.
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