Manuscrito. Cuando el fútbol era pura lectura
Hoy que los partidos se pueden ver diseccionados a cualquier hora del día –basta como prueba la simultaneidad de la Copa América y la Eurocopa–, parece inverosímil recordar que hasta hace pocas décadas el fútbol y otros deportes tuvieran un reflejo eminentemente escrito.
Encuentro la confirmación de esa idea en un libro, Primeras luces. En él, el poeta Carlos Battilana recuerda cómo allá por los años setenta, los de su infancia, las revistas deportivas fueron decisivas para su educación como lector. El Gráfico, que el padre compraba como si se tratara de un lujo suntuario, le proporcionaba de chico, anota, “una narrativa de la pasión y un conjunto de fotos prodigiosas que volvían tangible el relato radiofónico escuchado el domingo”. El acopio de nombres y estadísticas se iban impregnando de a poco, como –sospecha el escritor– sucede con la poesía.
Como parte de su misma generación, no me queda más que plegarme a esa precisa intuición crítica. No se compraban revistas deportivas en mi casa, pero sí formaban largas torres de coleccionista en lo de un tío abuelo, estoico hincha racinguista. Ahí leía y me informaba sobre la totalidad de los últimos partidos –apenas se daba alguno en la televisión– con las fichas y síntesis de cada encuentro, los puntajes, las fotos de los goles congelados en su instante. También terminaría codeándome con apellidos de jugadores históricos a los que nunca podría haber visto jugar: Dellacha, Corbatta, Erico o el charro Moreno eran a su manera legendarios e inaccesibles quijotes del pasado. El fútbol parecía una novela-río con linaje, pero que seguía semana a semana en perpetua construcción.
Los meses previos al Mundial 78, el primero del que tengo recuerdo, ampliaron el alcance de esa épica. Por un lado, estaban los debates. La selección argentina tenía un largo currículum por entonces de desorganización y fracasos. Con Menotti a cargo, se discutía sobre qué jugadores argentinos de las ligas europeas podían llegar a ser convocados para la Copa. Como se sabe, hubo solo uno (Kempes), pero la polémica abría la narrativa vernácula a un terreno más o menos exótico: los campeonatos del viejo continente y toda una serie de defensores y delanteros –con sus fotos en acción– de los que nunca había tenido noticias: de Osvaldo Piazza y Carlos Bianchi a Ángel Bargas o el cañonero Delio Onnis, solo por nombrar a los que paseaban su juego por Francia.
El repaso de los mundiales previos aportaba en aquellos meses también su variante enciclopédica. Con excepción de la prehistórica final de 1930 en Uruguay, la selección argentina había pasado por varios de esos torneos poco menos que traqueteando, muy lejos de su autopercepción como encarnación futbolística superior. Los mayores regueros de tinta descriptivos se lo llevaba la participación en Suecia, en 1958, adonde llegó segura de ganar caminando y salió vapuleada. En el primer partido contra Alemania, incluso, a falta de remera suplente tuvo que jugar con la remera de un equipo local: el Malmö. La participación de 1996 en Inglaterra –famosa por la expulsión de Rattín contra el local– se la consideraba dentro de todo como lo más digno. La eliminación a manos de Perú en la Bombonera para el Mundial de México era una catástrofe cercana. Y lo más reciente, el Mundial de 1974 –la única participación argentina transmitida en directo por televisión–, con su troupe de jugadores cosmopolitas, como una decepción que confirmaba la regla.
El deporte se sigue escribiendo –sobran las crónicas impecables–, pero hoy también aquel pasado encontró sus imágenes, que antes no circulaban. Un ejemplo: la famosa “debacle de Suecia” –la humillante derrota de 1 a 6 contra Checoslovaquia– está documentada con filmaciones irrefutables. No hay más que darse una vuelta por la red. La soledad de la lectura, se me ocurre, tenía sin embargo una ventaja perdida: permitía ponerle a desencantos remotos como aquel al menos una cuota de romanticismo.