Manuscrito: Barnes se queda en casa
El lugar común indica que mudarse, junto con la pérdida de un ser querido y una separación, constituye la Santísima Trinidad del estrés contemporáneo. De los tres cambios, claramente me quedo con las mudanzas, que en todo caso siempre traen implícito el comienzo de una nueva vida, en lugar del final de la que llevábamos. Las mudanzas son, mayormente, nuestra culpa. Y acaso porque tengo mucha práctica en las mudanzas y pocas cosas gracias a un divorcio previo, no parece el fin del mundo “levantar” una casa y llevarla a otra parte (como el proverbial hatillo de pañuelo rojo a lunares al final de un palito de los dibujos animados). Las otras dos cosas, bueno, son un poco más difíciles de gestionar.
La excepción -siempre hay una excepción- son los libros. En los últimos cuatro años, descubro a la hora de armar cajas y cajas de libros, decidida a que la compañía mudadora no arruine el método científico de guardado que me permitirá organizar las bibliotecas en pocos minutos en mi nueva casa (¡já!), he acumulado una cantidad exorbitante de títulos que no leí ni voy a leer jamás. Decidida a no llegar al nuevo domicilio con el ciento por ciento de ocupación en las bibliotecas -sabiendo que me estoy “achicando” y que el pronóstico de incorporar más estantes es de dudoso a improbable-, es momento de pensar en qué haría Marie Kondo si tuviese algún aprecio por la literatura. Esos libros son los que inauguran la pila “de regalar”. Fácil, ¿no?Envalentonada por el resultado, decido avanzar hacia un terreno más peligroso: los libros que sé que no volveré a leer jamás.
Es una pila heterogénea, por cierto, que incluye, entre otros, los siguientes ítems. a) áreas de la educación literaria que, aunque ¿necesarias?, are not my cup of tea (quisiera ahorrarme los nombres, por eso no diré que incluyen a Saul Bellow, John Cheever, John Updike y Thomas Pynchon); b) inconfesables fuentes de investigación de proyectos de escritura truncos o peor, horriblemente concluidos (no quieren saber, desde manuales de lectura del tarot hasta Paulo Freire) y c) libros que señalan nuestra deuda sentimental con el lector que fuimos. Aquí llegamos a la parte complicada: ¿cuánto queda de nosotros en ellos? Arriesgaría que mucho. La mayoría de los libros “inciso c”, como Ocho primos, de Alcott, o Verde oscuridad, de Seton, terminaron volviendo a la seguridad de una caja. Aún provocan alegría y por lo tanto, según la gurú japonesa, se han ganado el pasaje al nuevo hogar. Seguiré sin releerlos, pero no digan nada. Ya sé. Es una batalla para la próxima mudanza.
El método “científico” me obliga a embalar respetando el orden de los estantes, compilados por temática o nacionalidad, pero ocasionalmente el espacio disponible en cada caja (40 x 30 x 30 centímetros) impedirá el objetivo, no importa cuanto Tetris se practique con los volúmenes. Esa insubordinación de la física a nuestras necesidades de orden es además la causante de todos los dolores de cabeza posteriores, cuando se busque el faltante de “los Julian Barnes” y se lo encuentre vaya a saberse en qué compañía.
Quienes creen que el embalaje de una biblioteca es una tarea mecánica y pedestre, mejor dejada a especialistas del orden, pueden sorprenderse del modo en el que las colecciones de nuestros libros parecen hablarnos o hasta zamarrearnos antes de ser confinadas en cartón. Qué azar más parecido al destino el encontrar a tiempo el Barnes fuera de lugar y descubrir que era Nada que temer, un precioso volumen sobre, -entre otras cosas, como cualquier buen libro- la muerte de nuestros padres. Leo allí: “Tales artistas –artistas muertos–son mi compañía diaria, pero también mis antepasados. Son mi auténtico linaje (espero que mi hermano piense lo mismo de Platón y Aristóteles). Puede que la descendencia no sea directa ni demostrable –hijo ilegítimo y todo eso– pero de todos modos la reclamo”. Cierro con cinta la caja. Barnes se queda en casa.