Manuscrito: apuntes para un final
Desde que una prima chismosa llamó unos meses atrás para alertarme de la muerte de mi padre, un hombre difícil con quien apenas crucé palabra en los últimos 10 años, comencé a pensar cada vez con mayor frecuencia en cómo será mi propio final.
La historia clínica de mi familia ofrece muchos desenlaces posibles. Mi padre, según la prima chismosa, tenía una enfermedad en los huesos que se complicó cuando contrajo covid durante su internación. Uno de mis abuelos murió a los 46 años cuando sus riñones se llenaron de quistes y dejaron de funcionar. Mis dos abuelas superaron los 75, pero desarrollaron demencia.
Otros antecedentes permiten ilusionarse con un cierre más decoroso. Tanto mi madre como mi hermana mayor vencieron el cáncer y, más allá de sus chequeos periódicos, llevan vidas normales. Además, varios tíos abuelos en ambos lados de mi familia murieron “de viejos”, ese eufemismo que se utiliza cuando fallece alguien que mantuvo cierta lucidez hasta el último instante y solo exhibía los achaques esperables de un cuerpo parido 80 años atrás.
Pero mis elucubraciones no se agotan en un potencial diagnóstico. También pienso en si moriré solo o acompañado. Desde mi divorcio en 2021 me volví muy celoso de mi espacio personal y me llené de mañas. Hoy incursiono en esos vínculos tenues que ofrecen las apps de citas sin demasiada suerte y no me atrae la idea de tener hijos. Acabo de cumplir 40 años, ¿desatará esa cifra redonda la tan mentada crisis de la mediana edad? ¿Me encontraré al volante de un auto deportivo junto a una mujer más joven y una versión diminuta de mí? Si me guío por mi tasa de éxito en Tinder, no parece muy probable.
No, con mi situación sentimental en caída libre, mi gran apuesta para no transitar la tercera edad completamente solo son las mascotas: uno o dos perros pequeños, pulcros y fáciles de cargar. Caniches u otra de esas razas insufribles que le gustan tanto a los viejos. Que sean bien cargosos y me obliguen a salir de casa para pasearlos tres veces al día, porque viene bien el ejercicio y dicen que el encierro deprime. Que en una noche quieta, casi indistinguible de las que vinieron antes, se tiren a dormir a mi lado mientras mis células se derriten frente al televisor
Ojo, no descarto tener algún que otro amigo. No serán amigos-amigos, esos comenzarán a escasear cuando sus vidas se llenen de las cosas que no supe o no quise conseguir: hijos, nietos, cenas con otras parejas, viajes a las sierras de Venado Bizco o las termas de Tero Atropellado. No, serán casi-amistades. El dueño del kiosco de revistas, el mozo que gasta sus propinas en la agencia de lotería, el encargado metido que sabe en qué anda cada vecino. Las charlas siempre girarán en torno a “qué loco está el clima” o “cómo le robaron a boquita anoche”. Cualquier intento de adentrarse en un terreno más o menos íntimo será combatido con un silencio breve y un rapidísimo cambio de tema.
Este final me resulta verosímil: una mañana no me despertaré para pasear a esos perros o charlar con los viejos. Hambrientos, tal vez intranquilos, los caniches comenzarán a ladrar con ese tono irritado que tienen los caniches hasta que la gente de mi edificio entienda que algo está mal.
Imagino la conmoción de la cuadra. Alguien enterrará un dedo en el timbre en medio del crescendo de ladridos de caniche. Sin obtener respuesta, llamarán a la policía, que tirará abajo la puerta del departamento. El mozo timbero le preguntará al del kiosco de revistas cuándo fue la última vez que me vio. Casi puedo ver al encargado, chismoso como mi prima chismosa, mientras describe lo acontecido a los curiosos que, agolpados en el hall, entorpecen el paso de los camilleros.
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