Mal que nos pese
Si tus opiniones no cambian un poco en el proceso de formar tus opiniones, entonces estás haciendo algo mal. Es cierto, cuesta soltar una postura arraigada; es como perder parte de tu identidad. Pero para formarse un conjunto de opiniones que sirva de algo, es menester aprender a reconocer nuestros errores. No debe haber acto más maduro en este mundo que el darle a otro la razón.
El asunto parece estar en este concepto raro de “opiniones que sirvan para algo”. No se trata de la distinción entre doxa y episteme que establecieron primero Parménides y luego Platón. Pero se parece. Todo el mundo opina. Siempre fue así. Hoy es evidente porque cualquier chat que abras desborda opiniones. X (antes, Twitter) o el WhatsApp de colegio de los chicos. Da igual, sobran opiniones, y eso está bien, es un derecho constitucional. ¿Pero por qué en semejante abundancia, con tanta oferta y tan poca demanda, sentimos que algunas opiniones valen oro? Hay diversos mecanismos. El más común es que si un encumbrado opina como nosotros, nos prestigia y apuntala nuestras propias y en general vacilantes convicciones. Pero hay algo más. Una opinión fundamentada y minuciosamente sometida a la prueba del debate es también un bien escaso. Mal que nos pese.
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