Maggie O’Farrell: habitar una herida
Lo crucial es la vida, dice la irlandesa Maggie O’ Farrell. Lo dice –lo escribe– hacia el final de Sigo aquí, un libro de esos que se te hacen propios, te interpelan palabra por palabra, te impulsan a querer conocer a la autora, a soñar con tomarte un avión y simplemente estar un ratito junto a ella, abrazarla, decirle “gracias”.
Hay un epígrafe al comienzo del libro, y en él se escucha la voz de Sylvia Plath: “Respiré hondo y oí la consabida fanfarronada de mi corazón. Sigo aquí, sigo aquí, sigo aquí”. O’Farrell no nos habla de arte ni de poemas, aunque se apropia de mucho más que unos versos de la poeta estadounidense. En los capítulos de Sigo aquí –excepto el último, cada uno encabezado por el nombre de algún órgano o parte del cuerpo–, la escritora describe episodios de su propia vida en los que rozó la presencia de la muerte. Testimonio. Autoficción pura y dura. Literatura de la buena.
“Es preciso esperar lo inesperado, aceptarlo”, asegura O’Farrell.Y también afirma: “Vuelves de ese borde transformada, más sabia, más triste”. El borde es, desde luego, esa zona delgadísima en la que apenas un tropiezo, un milímetro de más, nos hunden en el fin, en los latidos que cesan, los ojos que ya no ven. La nada.
¿Por qué son magnéticos los relatos de Sigo aquí? No es solo –podría serlo– por el tema. Tampoco por el particular morbo de saber que cada uno de esos hechos realmente le ocurrieron a la persona que los describe. Si hay un hechizo, está en la escritura. O’Farrell le otorga una prodigiosa materialidad a aquello que relata. Puede ser la rutina que seguía cada mañana cuando, siendo todavía adolescente, ponía orden en las cabañas para turistas donde había conseguido trabajo por un verano. O el gesto del desconocido que, a cierta distancia de esas mismas cabañas, la interceptó en un paseo que podría haber sido el último. O la oscuridad compacta del agua en la que se hundía, se hundía y se hundía una tarde de malas decisiones y saltos desquiciados desde un promontorio junto al mar. O la sangre –su sangre– en una sala de partos donde los médicos y enfermeras se apuraban y agitaban de un modo en el que nunca suelen hacerlo. Pueden ser cualquiera de estas situaciones; de hecho hay unas cuantas más. Pero, al menos en lo que a mí respecta, es algo mucho menos épico lo que me ligó irremediablemente a este libro. En el capítulo “Cerebelo” la escritora rememora las devastadoras consecuencias de una encefalitis padecida en la infancia. “Cuando eres pequeña –comenta– nadie te dice que vas a morir. Tienes que averiguarlo por ti misma”.
Con el tiempo, la terrible experiencia se convierte en pasado. Los mil y un estudios, las jornadas eternas en el hospital, la reclusión, los sollozos ahogados: todo pasa a ser un recuerdo. Solo queda el presente y en ese presente, el de la mujer adulta, las huellas de la enfermedad no son solo emocionales. “He necesitado casi siempre, prácticamente desde que tengo conciencia, de toda una serie de tapaderas, cortinas de humo y trucos de prestidigitación”, confiesa. Porque el control motriz que para la gran mayoría es algo dado –el que nos permite desde tomar un vaso de agua hasta usar tacos, subir una escalera o llevar un niño en brazos– para ella es un don esquivo, algo que debe conquistarse día a día.
O’Farrell cría a sus hijos, cuida su casa, escribe –vaya que escribe–, asiste a festivales de literatura, toma aviones, hace las compras, firma contratos y cumple con todo lo que cualquier persona de este siglo debe cumplir, pero siempre con un esfuerzo extra, un plus de atención, un pánico secreto a llevarse por delante una puerta, tropezar con una tarima, delatar lo que la más eventual sobrecarga sensorial puede hacer con su sistema perceptivo.
“Soy una herida a la que dejan ir” escribía Sylvia Plath. De esa herida habla O’Farrell; una herida en la que no es tan difícil encontrarse.
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