Maestro, amigo, genio: la importancia para un país como la Argentina de haber tenido a un intelectual como Sebreli
Nos veíamos casi todos los fines de semana. Este domingo, 3 de noviembre, Juan José Sebreli cumpliría 94 años. ¿Qué se le podía obsequiar? ¿Un libro más? Todos los últimos años le regalaba una chomba para su cumpleaños, porque sabía que era lo que más le gustaba. Creo que casi la esperaba con curiosidad, cada vez. Hace casi un mes -como previsora que soy-, fui a comprarle una. Talle small. Y encontré una que me gustaba, pero era negra. El negro está muy de moda para los varones, me dije para animarme. Mientras la pagaba, pensé: “Es negra. ¿Le gustará? ¿No será de mal augurio?”
La salud de Juan José venía en declive. Se había caído dos veces últimamente y, hace una semana, la memoria inmediata la tenía bastante disminuida. En la presentación del libro El incansable polemista, de Carlos Cámpora en la Biblioteca Nacional, lo vi peor que nunca. No quiso hablar en público, estaba incómodo, sus problemas para caminar habían empeorado y no podía avanzar si no iba sostenido por dos personas. Luego del acto hablamos por teléfono. Le dije que lo iría a ver para su cumpleaños y que ya tenía su regalo.
Hoy, al alba, un amigo me mandó un mensaje por celular. Ya me había despertado con una de mis habituales y casi insoportables migrañas. Su muerte. Noooooo. Nunca más nuestros tés -con fotos ilustrativas- los fines de semana, nunca más nuestras conversaciones tan jugosas, tan profundas o bien tan frívolas y divertidas. Cada té con masitas era un pretexto para hablar de todo. De absolutamente todo. Porque con él me gustaba hablar de todo. De política, de literatura, de historia, de la decadencia del país, de amigos en común y antipatías en común, de la situación del mundo, de los populismos y la corrupción, de su infancia y adolescencia, de Buenos Aires, de mis recuerdos de la Rumania stalinista que le interesaban, de sus recuerdos de China, de la homosexualidad y el feminismo. De su admirado y luego cuestionado Sartre. De su vida privada con Simone de Beauvoir y tanto más. Todo en serio y todo en chiste también. Esgrima verbal. Chistes y chismes. Rumores y grandes ideas. Me alegro haber grabado algunas de nuestras charlas y haberlas publicado.
No hubo en la Argentina en los últimos tiempos un pensador más lúcido, más sagaz y más valiente que él. Siempre se jugó. Durante la Dictadura, con la “Universidad de las sombras” que funcionaba clandestinamente en su casa y durante la pandemia, con el libro (escrito con Marcelo Gioffré) Desobediencia civil y libertad responsable.
Me encantaba discutir con él porque era vehemente, apasionado y lanzaba frases lapidarias. Nos hicimos amigos, creo, gracias a mis relatos sobre Cioran. Porque él lo respetaba también y mucho.
Creo que la única “discrepancia” (digo esto para darme corte) con Sebreli era acerca del amor y del más allá. El insistía en que el amor es ni más ni menos que un fenómeno cultural y yo decía que es un estado del ser, inherente a la condición humana. Acaso él desconocía ese sentimiento. En su racionalidad extrema, él no lo podía aceptar. Como tampoco aceptaba ninguna creencia religiosa, ninguna posibilidad real de trascendencia después de la muerte.
Sí, tuvo la flexibilidad e inteligencia necesarias para ir cambiando de ideas socio-políticas, de acuerdo con lo que la realidad le iba mostrando. De su marxismo inicial pasó a un liberalismo social, a la cual aspiraba en los últimos años, como su nueva utopía.
Hoy, siento un vacío que quizá sea puro egoísmo. Es humano. Pero estoy consciente de lo importante que es para un país como la Argentina haber tenido a un intelectual como Sebreli, no siempre estimado en su justo valor, pero sí elogiado por muchos y admirado en el mundo. Todo ese enorme caudal intelectual queda aquí, entre nosotros, encerrado en su vasta producción ensayística, en sus Memorias. Muchos libros, grandes libros, guías para los espíritus libres y rebeldes.
Ahora estoy aquí, sentada frente a mi computadora, sintiéndome como una náufraga, más huérfana que nunca. Tengo a mi lado una bolsa de regalo con una chomba negra y la última frase que me dijo, con una gran sonrisa, al irme de su casa el otro día: “La vejez es una enfermedad progresiva e incurable”.
*Escritora argentina, nacida en Bucarest, Rumania
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