Madres de la Plaza: la vanguardia las abraza
Entre la exposición de fotografías de Eduardo Grossman en Arte x Arte y el debut del Ensamble Arthaus en el Teatro Colón
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Tres pisos de vida argentina en la lente de un fotógrafo. Deambulo solo por las enormes salas estilo loft de Arte x Arte, una galería dedicada a la fotografía en una cuadra en la que todavía pueden reconocerse los rasgos de lo que llamábamos Palermo Viejo en el límite con Villa Crespo. ¿Qué difícil elegir una sola fotografía de Eduardo Grossman para ilustrar esta columna? Sobre todo cuando desde 1974 ha retratado a personajes y acontecimientos sociales indelebles; sobre todo cuando parte de mi vida está reflejada en algunas de estas fotos. El retrato de Peralta Ramos publicado en la revista Humor y luego en una doble página de VIVA que ahora se ve en la pared pero también en una vitrina con firma de periodista y fotógrafo. Es uno de sus hit(o)s: Federico Manuel revela en su mirada algo que está más allá del Macedonio pop. Algo de su mecanismo mental que lo puso por fuera del mandato familiar. Grossman veía (ve) esas cosas que otros no. Y para extrañarme de sus personajes y de la historia social compartida elijo una foto en el underground de Londres que nunca había visto y donde no podría haber estado nunca. Es 1975, una joven mujer negra y otra anglosajona mayor están sentadas a centímetros y miles de kilómetros también. That’s Grossman.
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Por la noche, el ensamble de música contemporánea de Arthaus debuta en el Teatro Colón, lo que no pudieron hacer los becarios del CLAEM de Ginastera en el Di Tella en 1968 con la obra Volveremos a las montañas levantada en la noche de su estreno por orden directa de Onganía. El programa es desafiante: Conlon Nancarrow, estadounidense autoexiliado en México por su militancia comunista, y György Ligeti, húngaro exiliado tras el aplastamiento soviético de la rebelión húngara en 1956. Luego, el estreno mundial de una pieza del joven argentino Pablo Rubino (que incorpora el zapateo de los músicos como percusión en un malambo urbano como de gente llegando tarde al subte) y Escenas de un teatro callejero, de la coreana Unsuk Chin, que destaca no solo como discípula de Ligeti sino por llevar la composición académica al umbral del desquicio. Los instrumentistas del ensamble dirigido por Pablo Druker son como los de la Orquesta Típica Fernández Fierro. No visten de etiqueta, no responden al prêt à porter de la ópera porteña como mucho menos los del Abasto al del tango de los años 40 y 50. Bruno Lo Bianco, percusionista total, lleva saco y remera negras, pero el punctum está en el pañuelo blanco de las Madres de Plaza de Mayo que tiene estampado. Es un señalamiento en la misma semana en la que asesinaron en Córdoba a Susana Montoya, viuda de un desaparecido. Se supone que esta forma experimental que intenta sostener los procedimientos vanguardistas fuera de su tiempo histórico no se toca con la realidad, con la política, al fin. Suposición que tambalea nada menos que en el escenario del Teatro Colón mientras referentes de la canción popular (muchos de ellos retratados por Grossman) bostezan y hacen de la carismática Lali casi una Sex Pistol.
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El pañuelo blanco, símbolo universal ya, había aparecido entre las fotos periodísticas de Grossman que lo vio todo: desde el exilio de Cámpora al balcón de Alfonsín en Semana Santa; de la visita de Juan Pablo II a las obstinadas rondas de las Madres. La remera del percusionista le pone letra a estas partituras micropolifónicas, abstractas, que escapan de la melodía y el ritmo, que martirizan a los instrumentos de cámara como meros objetos extirpados de su función. Esto no es un descubrimiento, claro está. Pero está sucediendo de nuevo y de una manera distinta (aunque las toses incómodas en los silencios se repiten como en la paradigmática oda al silencio de John Cage). Y la remera tampoco es una novedad, pero afirma una genealogía de la música contemporánea entre el guiño político de Volveremos a las montañas (un slogan relacionado con la desventura del Che en Bolivia) y el ensamble de Arthaus en el Colón.
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Lo que no se ve en una foto puede ser tan importante como lo que ha sido revelado. En el verano de 1997 sonó el teléfono en la redacción y el jefe de prensa Francisco Cerdán me apuró: “Charly te espera ahora”. Desde noviembre buscaba esa entrevista para desentrañar el momento dadaísta (Say No More) de García. El retrato descarnado de Grossman de esa tarde (tan desquiciante como la partitura de Unsuk Chin) era la representación cabal de la frase final del rocker, un Quijote de Barrio Norte: ”Estoy en guerra contra la nada”. A partir de esas palabras Osvaldo Soriano escribió su último texto, una columna de opinión. También está retratado por Grossman en esta serie que es un estilo, una ética y una forma de vida, nada menos. ¿Qué habrá sido de las pasajeras (en trance) del underground londinense en 1975?