Luisa Valenzuela: "Fui muy amiga de Cortázar, pero veía más a Fuentes"
Pocas horas antes de presentar Entrecruzamientos, la autora habla de dos monumentos de las letras, de su alma viajera y de su misión de reunir escritores
Amplia, luminosa, con un montón de puertas abiertas a mundos lejanos. La casa de Luisa Valenzuela es un poco como ella: cuando entrás, sus colores, sus cosas, el jardín con loro en la jaula, todo pareciera sugerir de algún modo que hay que sonreír, como su primera novela. La escritora está movilizada con este año de tres títulos editados en ocho meses, y otras emociones fuertes: publicó Lección de arte, un libro de enseñanza; en un mes más llegará Diario de máscaras, sobre una de sus mayores aficiones, pero ahora mismo (mañana, a las 19, en el Malba) está presentando Entrecruzamientos, Cortázar-Fuentes/Fuentes-Cortázar. Describirlo solamente como una investigación audaz sobre dos emblemas de la literatura latinoamericana tan dispares y finalmente tan encontrados despojaría al trabajo de dos cuestiones esenciales: la experiencia de Valenzuela como amiga de ambos pone vida a los senderos que aquí se recorren, cruzan y bifurcan. Y luego está la sorpresa que la comparación entre los dos va generando en la autora (que es admiradora y admirada), que funciona como entusiasmo y motor. Probablemente si se hubiera puesto muy sesuda a trabajar por años en esto lo habría abandonado, aburrida en el camino. Porque no es ésa la forma en la que trabaja esta prolífica escritora, mujer de creencias y revelaciones para escuchar con atención.
Cortázar era un amigo íntimo y entrañable. Él no quería ser una figura pública, tenía sus amistades reservadas de alguna manera, pero se entregaba totalmente. Era un hombre muy cálido. Hay un prólogo a sus Cuentos completos que escribe Vargas Llosa en el que dice que no se podía ser amigo de Cortázar. Yo creo que se podía ser profundamente amigo, de hablar de las cosas muy personales. En cambio, Fuentes, que era un gran cultivador de la amistad, creaba una cierta distancia...era más difícil hablar de las cosas de uno con él. Sí de literatura (con los dos, y mucho), de la literatura vista desde adentro. Uno era el introvertido y el otro, el extrovertido. Había mutuo cariño y admiración entre ellos. Los dos eran gente que el mundo ha perdido con sus ausencias. Me sentía más amiga de Cortázar, aunque lo veía mucho menos que a Fuentes, que era muy generoso y siempre estaba incluyendo a los amigos en sus proyectos (Cortázar no, estaba metido en su vida literaria personal). Cuando yo vivía en Nueva York, Fuentes pasaba mucho y yo iba mucho a México. Cortázar pasaba poco por Nueva York, aunque ahí lo vi la última vez, y yo iba poco a París. Tuvimos encuentros planeados y encuentros casuales, siempre felices. Quizá Cortázar me habría escrito más cartas si yo le hubiera contestado: me inhibía un poco.
Las comparaciones revelan aspectos que en el quiasmo pueden sorprenderte. Y yo me tengo que instalar en el lugar de no saber para ir explorando, es mi forma de trabajar en la vida, sobre todo en la literatura (que para mí es la vida). Últimamente aprendí a trabajar muy rápido. Creo que es el cúmulo: se ha acumulado tanto a lo largo de los años -una ventaja de haber vivido mucho y de manera intensa- que se dan las cosas muy fuertemente, van surgiendo aleatoriamente y se van enlazando. Soy una escritora que pesca cosas en el aire. Eso es la literatura para mí, atar cabos que están sueltos y que a otros no se les ocurrió atar.
Me hace mucho bien irme y volver: viajar es una de mis pasiones. Es eso que dicen los norteamericanos del contrabandismo cultural, uno va viendo las cosas con distintas perspectivas, vas enriqueciendo la mirada a medida que te alejás. Tengo la idea del viaje, de la aventura, desde muy chiquita: me inventaba mundos, excursiones a la selva del terreno baldío de la vuelta de la casa de mi madre (11 de Septiembre y Teodoro García). A esos otros mundos me iba por los techos y trataba de llegar al centro de la manzana, pero nunca lo alcanzaba. Iba a explorar una casa abandonada, donde había tesoros. Y un buen día entraron las máscaras: esos objetos entre lo sagrado y lo profano son mundos que te unen a otros, son lenguajes totales. Las veo como libros: cuentan historias muy complejas. Yo no tengo rituales de escritura, tengo máscaras que son la buena compañía. Estoy rodeada de estas tipas que me llevan de viaje... y entonces me siento que estoy en todas partes. Y como escribir es un viaje...Una máscara es valiosa para mí cuando he visto el ritual, las he visto bailar. Porque no soy una coleccionista desesperada, no quiero una máscara antigua; quiero una máscara de uso, no de adorno, que me traslade a los lugares.
Lamento no haber llevado un diario literario. Una vez me sonsacaron un diario íntimo, Los deseos oscuros y los otros. Cuadernos de New York, que después me criticaron porque no era el diario de una escritora, porque hay muchas cosas de amores. Y yo escribía eso, no anotaba que ayer estuve con Susan Sontag y dijimos tal cosa y después me encontré con Oliver Sacks y... Estaba en esos mundos, pero no los registraba. Es raro. Entonces lamento no tener un diario literario, porque ha habido charlas muy largas y profundas, mismo con Fuentes, Cortázar y tantos otros, que ya no me acuerdo.
Uno escribe porque no puede hacer otra cosa. Es una manera de estar en el mundo y no conocés otra. Hace cuatro años estuve muy enferma, una meningitis, creí que no iba a escribir nunca más. Salí hecha puré, no se me ocurría una idea. Tenía una novela que acababa de publicar y no quería ni ver, El mañana, y un buen día después de eso me inventé un cuentito. Uy, un cuentito, dije -siempre me invento cuentitos-. Y entonces me puse a escribir. Yo no puedo tener contacto con la realidad si no es a través de la escritura. No entiendo. Sí, claro, entiendo como cualquiera, pero un nivel de comprensión otro se da escribiendo, no dictando, no hablando, en ese proceso casi físico que pasa por la mano.
Los escritores argentinos estamos tan separados unos de otros. Hay gente que queremos mucho, pero no vemos nunca. Por eso estoy ahora con lo de PEN, que acá quedó estancado, y me pidieron de Londres que moviera esto. De pronto sentí la necesidad de un lugar que nos agrupe, para tener un nido, un espacio de amistad, de intercambio y de defensa. Sobre todo sin color político, algo que acá parece tan difícil; en defensa de las libertades y de los derechos humanos. No hay un intercambio real, un aprecio real. Es la vida moderna, que te arrastra a estas cosas, y también es Facebook, cuando creés que intercambiás y no intercambiás nada, o muy poco.
Creo que el mundo es sagrado. No creo en Dios, no creo en una inteligencia superior. Creo en la red de Indra, en lo que está interconectado. Creo en la literatura. En lo profundo de aquello que se dice por debajo de lo dicho. Soy una persona muy feliz en el fondo, últimamente me he dado cuenta. Con todos los altibajos propios de la especie humana y las circunstancias de vida del mundo que no está como para ser demasiado optimista. Y sin embargo en mí gana la partida el optimismo, que todo encuentra su lugar. Y sí creo en la comunión de la gente, que debe haber una confraternidad que no debemos perder. Creo en Fuentes, en Cortázar, en el abrazo.
Buenos Aires, 1938
Hija de la escritora Luisa Mercedes Levinson; madre de la artista plástica Anna-Lisa Marjak. Luisa Valenzuela es novelista y cuentista, fue periodista durante muchos años, y desde siempre una viajera empedernida. Vivió en Nueva York -con México, París y Buenos Aires, su ciudad favorita en el mundo-. Es autora, entre otros títulos, de Hay que sonreír, El gato eficaz, El mañana, La máscara sarda, el profundo secreto de Perón, y Cuentos completos y uno más. Publicó también varios ensayos, como el reciente Entrecruzamientos (Alfaguara) y Diario de máscaras (Capital Intelectual), de próxima aparición
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