Luis Mateo Díez: “Siempre fui un niño escritor”
La suya fue una infancia de posguerra y ese territorio es un tópico recurrente en la obra del escritor español, que hoy recibirá de manos de los reyes el Premio Cervantes; su vida como empleado público, la relación con la Argentina y la influencia de Bioy Casares
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MADRID.— El recuerdo vital más intenso de su vida, confiesa, es un viaje por el río Tigre tomando mate con sus parientes argentinos. Luis Mateo Díez (España, León, 1942), ganador del premio Cervantes, recuerda un día de hace “mil años” cuando fue a encontrarse con unos primos que habían partido muchos tiempo antes a América. Tras su presentación en el Hay Festival Sevilla, donde revivió junto con José María Merino y Juan Pedro Aparicio la tradición del Filandón —celebración del relato popular—, Díez dialogó con LA NACION en su casa de Madrid. Hoy pronunciará su discurso de aceptación del galardón más prestigioso a las Letras en nuestra lengua, un texto que tiene preparado más de un mes antes de esta fecha clave, 23 de abril, Día del Libro, cuando frente a los Reyes de España y a autoridades académicas repasará su trayectoria literaria en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares. A propósito, revela que escuchó a Cervantes antes de leero, porque el Quijote se lo leyeron en la escuela.
Autor prolífico, abogado de formación, coordinó su tarea como empleado público con su pasión por la narrativa. Creó el mundo fantástico de Celama, un territorio del norte de España, donde ha ambientado la mayoría de sus novelas, como la trilogía El espíritu del páramo, La ruina del cielo y El oscurecer. Allí habita lo que Mateo Díez denomina “lo extraño”, un sitio donde “hay resplandores extraños del destino, de la muerte, de la liquidación de las culturas campesinas”.
–¿Cómo fue su infancia?
–Fue la infancia de un niño de posguerra. Nací en un lejano valle del noroeste de España, muy hermoso. Conviví con un vecindario enormemente afectivo, de una gran intensidad en el mundo de los sentimientos. Vivía en un sitio muy protegido por mi familia. Mi padre había tenido un tipo de formación intelectual fuerte, había tenido cierto discipulaje de lo que fue la Institución Libre de Enseñanza a través de uno de sus parientes, don Adolfo González Posada, creador del Instituto de Reforma Social. Mi madre también era muy lectora.
–¿Cómo era esa posguerra?
–Esa es una edad muy ensimismada, de la inocencia. Siempre fui muy mal estudiante. Se me veían las maneras, siempre fui un niño escritor. Tenía una forma un poco exagerada y radical de temer a las cosas reales y de asimilar mucho las imaginarias y las fantásticas. En mi infancia vivía en un mundo de muchos amigos, de cinco hermanos. Tengo recuerdos hasta un poco contradictorios, porque nací en la casa consistorial, porque mi padre era secretario del ayuntamiento, debajo de mi casa estaba el juzgado de Paz y la celda de los transeúntes (eran presos de poca enjundia, no presos políticos). Las cosas no se contaban, había silencios culpables.
–En su obra es recurrente el tema de los niños que no regresan. ¿Parten de aquí, de este momento, esos miedos?
–Tengo un libro, Niños del desván, donde están esos niños de posguerra y los juegos prohibidos de esos niños, con recuerdos de la guerra y libros secuestrados. Rilke decía de la infancia: “Patria perdida del hombre”. Me ha interesado la figura del niño extraviado en su propia mente, un poco melancólico, un cierto sentimiento un poco más turbio de la inocencia, pues tal vez yo fui un niño de esos.
–¿Qué libros había en la biblioteca de su casa?
–Había clásicos latinos y del Siglo de Oro, pero también podías leer a Zorrilla. Leí cosas disparatadas, como El puñal del godo, o a Valle-Inclán. Había mucha poesía. Estaba casi toda completa la obra de García Lorca. No había obligaciones, mi padre no establecía disciplinas, pero la curiosidad por la lectura nos llegaba. También tuve algunos maestros que te leían y que decían: “Hoy no hay recreo. Ha nevado mucho Vamos a leer El Lazarillo”.
–Su padre, Florentino Agustín Díez, decía que había que ser “discreto, comedido y con sentido común”. ¿Qué había detrás de este ideal?
–Mi padre era muy intelectual que le había tocado vivir la España franquista y había sobrevivido como buenamente había podido, sin controversias ideológicas. Él era, eso sí, de convicciones religiosas muy fuertes y eso seguro matizó sus orientaciones políticas. Era un obseso de la administración. Eso da un convicción de que lo que hay que hacer es administrar bien lo que se tiene.
–Fundó durante el franquismo una revista literaria, Claraboya, un acto muy valiente.
–Eso fue una aventura juvenil. Sí, claro, luego se la ha dado una gran importancia. Creo que fue un síntoma un poco de inconformismo juvenil, una conciencia un poco anarcoide, furibundamente antifranquista, no con ideología muy clara, sino con un sentido vital lastrado por la desgracia de vivir en un país sin libertades, tan siniestro. En algún momento la revista estuvo parada secuestrada, pero eran piruetas jóvenes.
–¿Qué tarea desempeñaba como funcionario de la administración pública?
–Hice Derecho en Madrid, luego me trasladé a Oviedo. Esa experiencia de los años universitarios fue muy intensa, me dedicaba más a otras cuestiones que la educación. Yo había nacido en un Ayuntamiento, estaba predestinado. Quería escribir y era lo que hacía, pero, con cierto sentido utilitario, pensaba que mi supervivencia como escritor no se adecuaba a la prensa ni a los medios de comunicación. A mí me costaba más trabajo escribir un articulillo que me pedían como colaborador, que escribir un cuento. Lo que pasa es que luego me vi metido en un mundo profesional muy importante y encontré compañeros extraordinarios.
–¡Qué choque de mundos entre la literatura y el mundo de la administración pública! Me recuerda a Kafka.
–Desde los ayuntamientos es desde donde se administra la realidad. Es un mundo de rutina y algo he escrito sobe Kafka y sobre Kaváfis o Pessoa. Esas cosas te permiten un gran aprendizaje de la vida. Si yo hubiese sido un escritor de éxito solo en lo literario, me hubiera empobrecido.
–¿Qué hacía específicamente en su tarea como funcionario público?
–Estuve primero en servicios generales del Ayuntamiento, en el propio Registro General. Me quisieron orientar hacia Cultura, pero tampoco me interesó. Me interesaba más otro tipo de actividades, Hacienda, el Secretariado General y también el gabinete del alcalde. A mí se me ocurrió que se podía crear un gabinete técnico, y llegué a dirigir y crear una buena biblioteca de temática local. Dábamos apoyo instrumental, bibliográfico, legislativo y jurisprudencial. Hubo un momento en el que fui un experto en el gobierno de las ciudades, en Derecho Comparado del urbanismo.
–¿Cómo era su rutina para escribir?
–Fui siempre escritor persistente, desde niño, pero tampoco indolente. Hacía un tipo de escritura muy intensa los fines de semana. Sobre todo en una etapa en la que a mi mujer, Margarita, le pareció oportuno conseguir un chalecito en Cercedilla y nos íbamos allí. De allí no salía, estaba día y noche dale que te pego. Yo creo que he tenido una razonable capacidad para alimentar y realimentar las obsesiones que provienen de la creación artística. No soy alguien que está apuntando todo lo que se le ocurre. Si estoy durmiendo y me despierto por la noche porque se me ha ocurrido la solución a una novela, no me levanto a escribirla. Hay que cultivar la obsesión, y si te desligas, puedes caer en una retirada antes de tiempo, pero hay que medir la obsesión.
–¿Qué libros o autores lo han marcado a fuego?
–Siempre me gustó mucho el escritor mexicano Jorge Ibargüengoitia y desde luego la gran novela, de todas, para mí, como un gran referente, es El sueño de los héroes, de Adolfo Bioy Casares. Desde que la leí se me despertó una gran fascinación por Bioy. La habré leído 20 veces. Es una novela que tienen algo de la esencia de ser misteriosamente argentino. Esta novela, junto con La muerte de Iván Illich, de León Tolstoi, me han marcado. Roberto Arlt también fue uno de mis grandes descubrimientos y me refiero a sus novelas y a sus textos periodísticos.
–¿Cómo explica a sus mundos extraños? ¿Estamos en el terreno de lo fantástico?
–Mis mundos imaginarios no son literatura fantástica, que es un género en sí, y me gusta. Lo que impregna tal vez más el tipo de literatura que hago es aquella idea de Borges de que la auténtica condición del arte es la irrealidad.
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