Lugones en el país de los poetas muertos
El autor de Las montañas del oro se propuso ser el poeta fundacional de la Argentina, buscó cantar la esencia de la patria, anunció la hora de la espada, se malquistó con la izquierda y con el gobierno de derecha. Terminó aislado en su orgullo como un profeta maldito. Sus ambiciones se desmoronaron en un recreo del Tigre.
EN una bochornosa tarde de febrero de 1938, precisamente el viernes 18, un hombre de traje marrón "tropical", con rancho de paja y camisa rayada, viajó en tren desde Retiro al Tigre. Allí tomó la lancha Egea, de helénicas reminiscencias, hasta el recreo El Tropezón, en la desembocadura del canal Arias sobre el Paraná de las Palmas. El hombre llevaba su portafolios de poeta y un extraño paquete envuelto en papel de diario. Algo que había comprado en alguna ferretería.
El hombre aparentaba la sesentena que tenía, con sus anteojos de borde de metal que denunciaban al lector, al intelectual caído en el verde exuberante del Delta.
Ese hombre terminal era Leopoldo Lugones. Había sido la personalidad más intensa y dramática de la Argentina. Tanto en la ternura como en la política y en la vida, había apostado en grande y había perdido en grande (Heidegger, que algo sabía de estas cosas, afirmaba que sólo los que piensan en grande se pueden equivocar grandemente).
Seguramente sintió durante el traqueteo del tren que había sido incapaz de la necesaria mediocridad. Que no había tenido alivio de su orgullo indeclinable. Nada de eso ayuda a vivir.
Había recibido el gran don de la palabra poética. Desde el fulgurante Las montañas del oro , se ubica a la derecha de Rubén Darío, en la tarea de devolverle a la lengua castellana esa fuerza expresiva que había perdido. Él y Darío iniciaban un retorno a la primigenia fuerza cervantina y quevediana del idioma. Aventura que culminaría en la revolución de la novela latinoamericana más allá de promediado este siglo.
Su palabra poética ocupó todos los espacios. Desde las aventuras y juegos verbales frívolos hasta la gravedad de poemas como "La voz contra la roca" o el magistral "Salmo pluvial".
A veces, entre el grupo de literatos que se recrea en cada generación, suelen aparecer los raros, los distintos. Los distinguidos por una dimensión espiritual de tal magnitud que transforman el decir poético en posibilidad de fundación o de conocimiento extremo. En este sentido, en Rusia, se dice de hombres como Tolstoi o Pushkin que fueron una "alma grande". Esta honrosa incomodidad los transforma en seres excesivos para su medio y su tiempo. Podríamos ejemplificar con Victor Hugo, el fenómeno Rimbaud, Walt Whitman, Hölderlin, Unamuno, Nietzsche. En nuestra marginal y hasta entonces bucólica provincia literaria, le tocó a Lugones habitar ese destino.
Era de la raza de los creadores que se sienten convocados a vivir "el arte por el lado de ser destino supremo", según la frase de Hegel. En ellos, la poesía pierde su dimensión puramente literaria y se transforma en póiesis , instrumento para las aventuras del absoluto. Para Hölderlin será el intento de propiciar el retorno de los dioses expulsados por la modernidad; para Nietzsche, la superación del hombre más allá del bien y del mal judeocristiano; para Whitman, fundar la relación hombre-comunidad-naturaleza, en esa entrañable América que se le presentaba como espacio puro y abierto para una nueva experiencia humana.
Peligrosa facilidad
Lugones sintió que, más allá de los versos, su poética estaba convocada para una tarea fundacional en esa Argentina que él sintió con la misma fascinación de posibilidad, como sentiría Whitman a los Estados Unidos.
Ni Sarmiento ni Hernández se tuvieron o se cultivaron como poetas. Se consideraron creadores ocasionales. Casi fueron inconscientes de la perfección que alcanzaron. Habían vivido como hombres de acción. Lugones sintió que tenía que consolidar esa Argentina que entre 1880 y 1910 se demostró como una realización increíble en los desiertos de América. Pensó que tenía que cantarla, enumerar y nombrar sus esencias surgidas desde el desafío, el riesgo, la apuesta y la generosidad. Veía larvados gérmenes de abandono y disolución en la nación triunfante. Tal vez se pensó como un Virgilio que debe recordarle a Augusto los valores de ese imperio que empezaba a peligrar. Lugones pensó que le tocaba escribir las Geórgicas argentinas . Tal vez más aún: una Eneida surgida de gauchos errantes transformados en titanes fundadores. No en vano escribe El payador, en el que estudia el Martín Fierro , y ahonda en los supremos prototipos de nuestra argentina: Sarmiento, el educador, y Roca, el conductor. Todo es preparación para su canto fundacional.
De lo sublime a lo frívolo, de lo verbal a lo más profundo, Lugones abarcó todas la posibilidades de ese don poético que es innato. Decía Victor Hugo: "Escribir poesía es fácil o imposible". La facilidad de Lugones será la fuente de todas las controversias literarias argentinas. Apoyó su decir en una formación increíble para la época; dominó las culturas grecolatinas y el idioma griego; de Darío recibió la gran veta de la poesía francesa, desde Hugo hasta Semain y Laforgue; Poe y Whitman le abren el camino a la fuerza de la lengua inglesa. Quevedo será su paradigma. Se forma con Ingenieros. Lee a Marx y queda definitivamente tocado por Nietzsche. Se informa de la revolución de las ciencias, será interlocutor de Einstein en la Argentina y las reflexiones de Heisenberg tendrán especial importancia en su cosmovisión. Visita todos los templos de su época: será socialista, wilsoniano demócrata, profascista, antidemocrático, hombre de Roca capaz de entender a Irigoyen, promilitarista en un sentido samurai y heroico, que el general Justo se encargará de echar al piso. Amigo permanente de Darío, vivirán en París juntos y visitarán la casa de Victor Hugo como un sancta sanctorum .
Se inicia en espiritismos, teosofías y en un particular conocimiento de "la Tradición" espiritual, madre de religiones. Esto lo lleva a un insólito y poco conocido viaje a las regiones boreales de la "Ultima Thule", que ingenuamente ubica a más de mil kilómetros al norte de Estocolmo. Este agauchado comedor obsesivo de locro y empanadas fue seguramente el más exótico buscador de ese "despertar del ser" en los desiertos de hielo (apolíneos), no lejos del atroz Maëlstrom de Poe. Todo lo sabe, todo le interesa. Los escritores de su tiempo son o comunistas convencidos de la bondad de Stalin o irigoyenistas demócratas o conservadores de rotograbado dominical. Allá arriba, solo, aislado en su orgullo, está Lugones, el intratable, el que sabe que todas las casas forman un sólo Palacio perdido en la niebla como el Castillo de Kafka.
Mientras el grupo literario se aliena en los consabidos errores del siglo, Lugones se sitúa más allá de las ideologías y propugna una fundación heroica de la Argentina. Surge el tema de "la espada" como en Mishima, como obsesión. No tolera la Argentina que se va con Roca, su protector. En 1924, en Lima, en la conmemoración del centenario de la batalla de Ayacucho, proclamará "la hora de la espada" (el general Justo estaba en la primera fila de la platea). "Todo hombre nace soldado", afirma. La historia de la Argentina grande es una historia de hombres que fueron o quisieron ser soldados: San Martín, Rosas, Urquiza, Artigas, Mitre, Sarmiento, Roca.
Con el feliz gobierno de Alvear, Lugones comprendió que "la grande Argentina" se transformaba en un país de tenderos y ganaderos aristocratizantes. No le importaba la Argentina-negocio-internacional que ya estaba ubicada entre las diez naciones económicamente más poderosas.
Sólo la espada y el retorno del espíritu samurai de los fundadores podría devolvernos a la dimensión de aventura que nos hizo ser. Ve en el fascismo de Mussolini la respuesta imperial (grecolatina) a la atroz dominación de los mercaderes. Como Mishima, de algún modo lo suyo será un haraquiri.
El tigre
Sus colegas poetas viven del presupuesto o de la paga de las grandes empresas periodísticas; gozan de la literatura como si estuvieran en un Kindergarten . Lugones, el intratable, el que quiere convocarlos al heroísmo, será el centro de todas las pullas y de todo pensar políticamente correcto. Victoria Ocampo, y su Bloomsbury de Barrio Norte, comprende que nada tiene que ver Lugones con su sentido mundano y europeo de la literatura. Para ella Lugones será un tótem. Ricardo Molinari confesará que ante Lugones, durante un viaje en auto, era "como si hubiese subido un tigre" (cuenta esto Conil Paz, extraordinario biógrafo del poeta). Borges me contó que ante él callaba y se tenía una sensación incómoda. Lugones sabía quién era y no concedía espacios.
La Nacion acogerá con objetividad toda la serie de feroces artículos que escribe Lugones sobre "la desgracia y la mediocridad de la democracia". Cuando ya está instalada la republiqueta de gozadores que somos, todavía Lugones puede llegar a escribir estos propósitos de gigante: "Lo que ahora nos falta: una civilización, una moral, un culto".
Es cómplice del golpe de 1930. Había dicho que el soldado es superior a los civiles y los soldados lo tomaron al pie de la letra, como esa familia de lelos del cuento de Borges que flagelan, matan y crucifican al pastor para facilitarle una buena "imitación de Cristo".
Lo que tendría por objeto afirmar una civilización americana no decadente y en una dimensión religiosa y moral terminará en el pacto Roca (Julio)-Runciman.
Enseguida comprende. Él, que pasa privaciones con su puestito de inspector en el Ministerio de Educación, rechazará airadamente la dirección de la Biblioteca Nacional que le ofrece Uriburu. Se desentiende del resultado, aunque se responsabiliza del origen.
El final
Desde el tren ve pasar la realidad a contramano. Con la mirada abandonada allí iba ese hombre al que Borges (que no dejaba de asociarse a las bromas y pullas antilugonianas) le dedicaría un libro para afirmar: "Decir que ha muerto el primer escritor de nuestra República, decir que ha muerto el primer escritor de nuestro idioma, es la verdad y es decir muy poco". Y concederá tardíamente: "Muerto, debe sólo ser juzgado por su obra más alta". Cuando Borges escribió eso, no sabía que el hombre de canotier que iba en ese tren llevaba hacia su propia muerte la decisión del mismo Borges de ser enterrado en Ginebra; llevaba la muerte de Roberto Arlt, ese iracundo que lo detestaba desde sus efímeras ilusiones comunistas y que moriría en 1942, también solo, sintiendo que la Argentina y su partido lo habían "ninguneado" en vida, aunque hubiese prefigurado a Céline y a Sartre en su obra de raíz genial.
Por la ventanilla ve pasar las cosas y los seres como si fuesen las escenas de su propia vida. Tal vez no quiere ver el rostro de su hijo, que confundió la espada de Ayacucho con la picana eléctrica.
Aparecen esas mujeres que quiso. Esa esposa tierna pero inaguantable que toleró y que lo amaba, que lo obligó a mudarse "treinta veces en treinta años". Aglaura, ese amor sensual de su vejez, que su hijo le prohibió amenazándolos con denuncias penales de adulterio. Las maravillosas mujeres que amó desde su panteísmo provinciano, con abundancia de moñitos, frufrú de rasos y cintas. Sus lujurias de solterón en siesta cordobesa. (El insidioso Borges escribirá del exagerado Romancero : "Lirios, moños, rosas y fuentes y otras consecuencias de la jardinería y la sastrería". El hombre que va en el tren tal vez sonríe.). Lleva la última hora de Alejandro Pizarnik; lleva el frío del mar en la cintura de Alfonsina Storni; lleva el silencio decidido y definitivo de ese gran poeta que es Enrique Banchs, que desde 1911, casi sesenta años antes de su muerte, decidió no escribir más ni republicar sus libros; lleva el silencio de Benito Lynch, que le grita desde la persiana a un periodista que pretende entrevistarlo: "No vive más aquí".
Lugones se va en tren de la Argentina y en ese tren van muchos otros. La Argentina no quiere espejos. Es un país en trance de traicionar su grandeza inicial, fundacional. Como Juana la Loca, cubre los espejos con velos negros. Que no pretendan refundarlo, que no quieran distraerlo de su vocación de factoría.
En el tren lo acompaña Juan L. Ortiz, vendiendo su bicicleta para publicar una plaquette de poemas; Murena, bebiendo su botella letal de whisky; Bustos, descendiendo al sótano de la muerte. Y Conti, Mondolfo, Kusch, Lamborghini. El olvido final de Enrique Molina y de Ricardo Molinari. Nalé Roxlo, discípulo de Lugones, agonizando de espaldas en un baño húmedo.
El hombre bajó de la Egea y le pidió al administrador de El Tropezón, el señor Giúdice, un cuarto por dos o tres días (lo tranquilizó de toda sospecha agregando días que su valentía y su hartura no le concederían).
Guillermo Ara afirma en su libro sobre el poeta que Lugones llegó al Tigre vestido de negro y que el rancho de paja era también negro. Es posible.
Le dieron un casto cuarto con esas camas de espaldar de hierro pintado de blanco.
Anduvo por el lado del muelle, sentado hacia el agua, meditando. Contra el tronco de un sauce rompió el cuello del frasco que no podía abrir (era el objeto que traía envuelto en una hoja de diario).
Al atardecer pidió un whisky y una jarra de agua. Escribió: "No puedo concluir la Historia de Roca . Basta. Pido que me sepulten en tierra, sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde. Prohibo que se dé mi nombre a ningún sitio público. Nada reprocho a nadie, el único responsable soy yo de todos mis actos. Leopoldo Lugones. Al juez que corresponda".
Lo encontraron con la cara violácea por el cianuro, echado entre la cama y la pared por las últimas convulsiones.
Esto pasó hace sesenta años.
"Su destino le impuso la soledad, porque no había otros como él, y en esa soledad lo encontró la muerte", escribió Borges, sobre ese Lugones que fue el único al que no se atrevió a llevarle un libro de su autoría.
Por Abel Posse
Para
La Nacion
- Buenos Aires, 1998
Ilustración de Héctor Luis Bergandi