Cuando estrenó Zama, en 2017, la directora contó cómo adaptó la novela de Antonio Di Benedetto
A diferencia de don Diego de Zama, el funcionario de la corona española que a fines del siglo XVIII aguarda en vano su traslado de Asunción a Buenos Aires, Lucrecia Martel siente que por fin la espera terminó. El arduo camino de adaptación de la novela de Antonio Di Benedetto, iniciado en 2011 y largamente demorado por una sucesión de contratiempos, culminó con el esperado estreno en la Argentina de una película que ya pasó envuelta en elogios unánimes por los festivales de Venecia y de Toronto, recorrido que seguirá en Nueva York y Londres.
Entiendo que nueve años entre un estreno y otro lleve a algunos a preguntarse qué pasó. Zama necesitaba tiempo. La pregunta difícil sería: ¿cuál es el tiempo que necesita cada película?
–¿De qué habla Zama? ¿Cómo te gustaría que el público se acerque a tu película?
–Zama nos abre la posibilidad de pensar sobre la insatisfacción, lo que significa el fracaso. Sobre el tiempo y el misterio de la existencia. Poder identificarse con alguien que no es bueno y, no obstante, merece vivir. Eso puede generar la cualidad de perdonarse un poco el fracaso.
–Parece la apuesta por una épica al revés. La de los fracasados.
–El héroe tradicional es necesariamente una mentira. Para mí, el héroe es alguien que no espera trascendencia. Zama se pone al hombro el dolor de la humanidad y trata de acompañar las pequeñas gestas humanas, no las grandes. Y en este sentido tiene una sabiduría ligada al mundo de las mujeres, que estamos mucho más acostumbradas a transitar la insatisfacción y el fracaso.
–Es extraordinario el modo en que mostrás cómo Zama se acerca a las mujeres. El modo en que las huele, las percibe.
–Lo hice para contraponerme a ese invento espantoso del machote, del gaucho. La idea estereotipada de la masculinidad es absurda. Quería mostrar un mundo de hombres con otros gestos para contradecir la imagen de un pasado heroico en el peor significado de esa palabra. Tomé de entrada algunas decisiones perturbadoras: que no hubiera luz de velas ni de fuego, plantear esa cosa sexual un poco más difusa, y la ausencia de cualquier signo formal ligado a la Iglesia Católica. Aquí no llegó el Vaticano organizado como está hoy. Los sacerdotes eran unos locos aventureros, igual que los demás. Quisimos hacer un esfuerzo para darle al espectador una experiencia distinta.
–Donde sería posible sentir alguna empatía por lo que le ocurre a Zama, que espera en vano el traslado y sufre porque, entre otras cosas, no puede conocer a sus hijos.
–Eso también puede pasar, porque cada uno lleva su propio mundo al cine. Para mí, hay que ver una película con la misma disposición con la que íbamos de chicos al tren fantasma. Es lo más parecido a una experiencia en donde estás esperando que te sacudan. Un poco reírte a carcajadas, un poco morirte de miedo.
–Atravesaste una producción muy larga. ¿Te pasó lo del personaje? ¿Esperar algo que pensabas que nunca llegaría?
–Muchas veces. El mail que dice que hay que esperar otro mail. El funcionario que dice que hay que hablar con otro funcionario. En 2011, el gobierno de Mendoza nos invitó. Quería que filmáramos allí. "¿Leyeron la novela?", dijimos. Es imposible filmarla en el desierto. Pero insistieron y fuimos. Hasta que en un momento andábamos en medio de ese polvo finito y nos empezamos a reír. Éramos Zama haciendo cosas absurdas. La experiencia de Zama la conocemos todos, distinta de esa supuesta locura del amor en la que todo sale bien.
–¿Zama demoró otros proyectos tuyos?
–Entiendo que nueve años entre un estreno y otro lleve a algunos a preguntarse qué pasó. Zama necesitaba tiempo. La pregunta difícil sería: ¿cuál es el tiempo que necesita cada película? Hay diálogos, escenas y cosas mucho más simples a las que no se llega sin experimentarlas de algún modo: encuadres, conceptos de sonido, ideas de color. Nada de eso se hace rápido.
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