Luces de Navidad
En su cuento, Francisco Bitar pone tensión en la mesa navideña con una provocación en forma de buena acción
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En la navidad de mis diez años, mi viejo hizo pasar a un croto que miraba hacia nuestra mesa desde la vereda de enfrente. No era algo que ocurriera con poca frecuencia: todas las navidades mi viejo se preocupaba por cumplir con su buena acción y, al parecer, no había sido suficiente con barrer de los placares la ropa sin uso para llevarla a casa cuna esa tarde. Para ser justos, hay que decir que mi viejo acostumbraba a hacer este tipo de cosas durante todo el año, pero era cierto también que nunca había ido tan lejos.
Yo lo había visto por la ventana y de ninguna manera tenía el aspecto de un croto típico, eso si en realidad era un croto. Llevaba un chaleco rompevientos color naranja pero en su cara no había transpiración ni señal de sofocamiento. Cada tanto, ante algún movimiento en la casa, decía algo para sí mismo, algo que no me asombró en lo más mínimo; apenas lo vi, pensé: gente que habla sola.
—Pase —dijo mi viejo, después de cruzar dos palabras con él en la vereda de casa.
Los padres de mi viejo lo miraron con recelo pero mamá alcanzó a reaccionar para pedirnos a mi hermano y a mí que nos apretáramos sobre la otra punta de la mesa, donde estaba el abuelo. Mi abuelo todavía miraba a su hijo: ¿de dónde había sacado mi viejo aquella costumbre? No de él, eso seguro. El padre de mi viejo no era exactamente lo que se dice un alma generosa.
—Él es Antonio —anunció mi viejo.
—Buenas noches —dijo Antonio mirando al resto de la mesa, y dio el primer paso en el interior de la casa—. Buen provecho.
Además del chaleco, llevaba una camisa de mangas cortas con botones de distintos juegos, vaqueros con rodilleras bien emparchadas y zapatos con suela de goma. Tenía la piel gastada de estar al sol, como los hombres que van a vivir cien años.
—Siéntese, Antonio —dijo mi viejo—. Yo soy Oscar y mi mujer se llama Mary. Los chicos son Juan y Leo, y mis padres, Enrique y Norma.
—Hola, Antonio —dijo mi abuela con voz ahogada.
El croto asintió sin moverse.
—Ya viene mi mujer con su copa —siguió mi viejo—. Salvo que tenga que seguir camino.
Antonio negó con la cabeza.
—Acérquese, entonces —dijo mi viejo.
—Oscar —advirtió mi abuelo.
Todavía había tiempo de detener aquello: el croto no se había separado de la puerta de calle. Un paso más adelante estaba el árbol de navidad, de plástico y tamaño chico, como debían ser los regalos. Otro paso y empezaba la escalera que conducía a nuestras habitaciones.
—No quisiera molestar —dijo el croto.
—No es ninguna molestia —aclaró mi viejo.
—Claro que es una molestia —dijo mi abuelo.
El croto hizo algo extraño: avanzó hasta la mesa y se asomó por la puerta que daba al fondo, a la cocina y el patio. Por lo que duró ese segundo, mi abuelo se despegó del respaldo.
—Gracias —dijo Antonio y colgó el chaleco en la silla, junto a mi hermano.
Leo, dos años menor que yo, tomó un trago de jugo de pomelo sosteniendo el vaso con las dos manos: con la cara adentro del vaso, nada malo podía pasarle.
—¿Ya cenó, Antonio? —dijo mamá.
—Mire que sobró de todo —agregó mi viejo.
—Asado —dijo Antonio al ver el contenido de la bandeja.
—Asado —repitió mi viejo—. No es el típico menú de navidad pero se deja comer.
—Qué le parece.
—Nada de platos fríos —dijo mi viejo.
—Salvo por las ensaladas —explicó mamá.
—¡Y el postre! —exclamó mi hermano.
Antonio le sonrió y con eso la mesa pareció volver a la vida. No habíamos hablado demasiado hasta el momento. El punto alto de la noche había salido volando del interior de un Falcon en movimiento: un vaso plástico que salpicó la puerta de casa con un líquido celeste. Con mi hermano salimos a ver. El abuelo les gritó: él era de tomarse cualquier cosa de una manera personal.
—Le traigo, entonces —dijo mi viejo y levantó su cuchillo de la mesa.
—No hace falta. Muchas gracias —dijo Antonio con amabilidad, aunque, mientras lo decía, miraba las sobras como midiendo las posibilidades.
—Le traigo de todas maneras —dijo mi viejo—. De la parrilla, recién salido. Si le dan ganas puede picar algo.
Mi viejo salió al patio aunque no sin antes dirigirme un gesto para que lo acompañara: yo tenía diez años y ya era tiempo de que aprendiera todo sobre cómo hacer un asado. Pero una vez afuera, como en general ocurría, él se puso a tomar vino y se olvidó de que yo estaba ahí. Era su manera de enseñar a los hijos; él te llevaba hasta el lugar indicado pero el resto corría por tu cuenta. Si no abrías los ojos, no iba a ser él quien te dijera lo que tenías que hacer.
—Oscar —dijo mi abuelo, saliendo al patio atrás nuestro—, ¿me podés decir qué carajo estás haciendo?
—¿A qué te referís?
—No te hagás el vivo —amenazó mi abuelo—. Y mirame cuando te hablo.
Mi viejo se volvió y quedaron a un paso de distancia, mentón contra frente.
—Qué pasa —dijo mi viejo, sin que sonara en absoluto como una pregunta.
—El ciruja que está en la mesa —dijo el abuelo—. Eso es lo que pasa.
El abuelo era más alto que mi viejo pero en general se notaba el parentesco. En alguna parte de nuestra casa había una foto de mi abuelo de joven, con uniforme de suboficial, y no era difícil confundirlos: nariz y boca grandes, ojos castaños, gesto desafiante.
—El tipo no tiene con quién estar —le dijo mi viejo—. ¿No te parece que se le puede dar una mano?
—Esta es una cena familiar.
Mi viejo se volvió y arrinconó las brazas sobrantes en una esquina del asador. Yo tomé nota mental.
—Es navidad —sentenció mi viejo.
—Exacto —dijo mi abuelo—. Es navidad. El día que uno la pasa con su familia.
Mi abuelo tenía a veces esa manera de hablar, como si cada frase fuese la última y debiera despedirse del mundo con un mensaje importante.
—Si ese ciruja está solo, es problema suyo —agregó mi abuelo volviendo a la casa—. Por algo será.
Cuando me di vuelta para verlo entrar, pude ver también al croto en la galería. Pensé que él había escuchado toda la conversación y sentí algo de vergüenza, pero lo cierto era que no estaba ahí por nosotros: apoyaba la yema de los dedos sobre la pared y avanzaba con paso muy lento. Rarísimo. ¿Qué tenían de especial esas paredes? Era lo mismo que hacían los sonámbulos de la televisión en las películas de trasnoche: seguir las paredes con la punta de los dedos hasta encontrar el camino de vuelta.
—Antonio nos estaba contando que es profesor —comentó mamá cuando mi viejo y yo volvimos del patio. El abuelo ya estaba ahí, apoyado sobre el marco de la ventana, de espaldas a la mesa.
—Profesor de matemáticas —aclaró mi abuela.
—¿Ah, sí? —dijo mi viejo.
Yo volví a mirar al croto: ¿por qué no? ¿Qué sabía yo de la pinta de un profesor?
Mi viejo se sirvió vino y puso el pico de la botella sobre la copa de Antonio.
—No, gracias —dijo él—. Estoy con agua.
—Así que profesor de matemática —dijo mi viejo.
—Fui profesor de cálculo durante diez años en la universidad —dijo Antonio.
—Le gustaba dar clases —dijo mi viejo.
—Estuvo bien hasta cierto punto. Como cualquier trabajo, supongo.
Mi viejo sonrió y dijo:
—Seguro.
El abuelo volvió a su lugar en la otra punta de la mesa y se puso a comer ensalada de papas directamente de la ensaladera. Mi abuelo era capaz de comer durante horas; mientras hubiera comida en la mesa, mi abuelo comería.
—Capaz una puntita —dijo Antonio, señalando el pedazo de carne que mi viejo acababa de traer.
—Por favor, lo que quiera —dijo mamá y mi viejo le alcanzó sus propios cubiertos.
Pero antes de que Antonio pudiera servirse, mi abuelo le habló.
—¿Y su familia? —soltó sin levantar la vista de la ensalada—. ¿Qué nos cuenta de su familia, Antonio?
Antonio lo miró y después retiró las manos de la mesa.
—Usted sabe —agregó el abuelo—. Una mujer, hijos. Algo de eso.
Hubo un silencio que dejó pasar los primeros petardos. Eran tantos que reventaban cada vez más cerca. Uno de ellos pareció explotar en la copa de nuestro árbol.
—Juancito es el matemático de la familia, ¿no, Juani? —dijo mi abuela—. Este año sacó dieces en todas las evaluaciones.
Yo me quedé duro; nunca había pensado ni remotamente en algo como eso: el matemático de la familia.
—¿De verdad? —preguntó Antonio.
Yo quería ser bañero. El año anterior habíamos viajado al mar por primera vez y me parecía que ser bañero era la mejor manera de no separarme demasiado de la orilla. Piscinas climatizadas en invierno y mar en verano: yo había pensado en todo. Una vida celeste.
—Sí —dije por toda respuesta, aunque no sabía con claridad a qué cosa estaba respondiendo.
—Yo quería ser corredor de motos cuando tenía tu edad —dijo Antonio.
—¿Motos? —le pregunté.
—Motos —confirmó Antonio—. Me gustaba la bici como ninguna otra cosa en el mundo. ¿Y qué había en el mundo más parecido?
—Una moto —dijo Leo.
—Exacto. Una moto es como una bici adulta.
Todos sonreímos pero Leo lo pensó por un segundo.
—¿Y cuando se hace vieja? —preguntó.
—Eso es un auto —dijo Antonio.
Mi hermano lanzó una carcajada y mi viejo también se rió. Leo y yo no teníamos tíos pero había que admitir que Antonio se le parecía bastante.
—Así que le gustaban los cálculos —interrumpió mi abuelo, como si le hablara a la ensalada.
Hubo que hacer un esfuerzo por volver a ese punto de la conversación. A la abuela se le cayó un poco la sonrisa. Leo miró al abuelo y pestañeó.
—Era el nombre de la materia —aclaró Antonio—. Cálculo uno.
—Cálculo uno —repitió mi abuelo.
Antonio respiró dos veces antes de volver a hablar.
—Sí —dijo Antonio—. Más bien me gustaban los números.
No se entendía adónde quería llegar mi abuelo. Entonces, con voz ensayada, lo soltó:
—Porque no parece que usted tuviera todo calculado.
—Enrique —dijo mi abuela.
—Enrique qué —dijo el abuelo.
Afuera se escucharon unas metrallas y un silbido al arquearse por encima del barrio. Era la guerra.
—Para qué —empezó a decir mi abuela, con toda razón.
—Bueno, también nos puede contar esa parte, ¿no? —exclamó el abuelo—. ¿Qué pasó con el trabajo de la universidad, Antonio? ¿Dónde está su familia esta noche?
Antonio bajó la mirada hasta los botones de su camisa, todos de distintos colores y tamaños.
—No tiene que contestar, Antonio —dijo mi viejo.
Entonces mi abuelo levantó la voz:
—¿Cómo que no tiene que contestar? Le estoy hablando. Así que cuando yo le hablo, el señor no tiene necesidad de contestar.
—Mejor me voy —dijo Antonio—. Muchas gracias por todo.
—Por favor —dijo mi viejo, poniendo la mano sobre el antebrazo de su invitado—Coma algo. Quédese a brindar.
—Claro. Quédese, Antonio —dijo mi abuelo—. Cualquiera puede pasarla acá esta noche. No hay que hacer ningún mérito para sentarse en esta mesa.
Mi viejo cruzó los cubiertos sobre el plato y se inclinó hacia adelante. Pero mi abuelo ya atacaba otra vez la ensaladera.
—Juani, andá a apagar las brazas —ordenó mamá—. Leo, ayudalo a tu hermano.
Camino al patio volví a sentir esa gran compasión por mi viejo. Él era un hombre joven, con la fuerza de cien chicos como yo, pero toda la vida, cuando se trató del abuelo, perdía claridad, perdía la fe en sí mismo.
—¿Por qué esperamos? —me preguntó Leo, una vez que yo había apagado las brazas de la parrilla con el agua vieja de un florero.
—Porque hay que esperar —dije por toda explicación. Yo me daba aires en esa época de entender los problemas de los adultos y pensé que eso era justamente lo que ellos querían.
Leo se puso a quemar fósforos arriba del asador; mi hermano amaba los fósforos o, en todo caso, amaba el fuego en todas sus formas. En general no se lo permitía, pero esta vez, la noche de navidad, yo no le iba a decir nada. El primer fósforo se consumió con un chispazo. El segundo se retorció de a poco hasta formar un signo de pregunta y llegó hasta los dedos de mi hermano. Eso lo hizo sonreír.
—Vamos —dije yo.
—Gracias, Juani —dijo mamá a la vuelta. La abuela me sonrió y volvió a bajar la vista: nada se había arreglado.
—¿No hay más ensalada? —preguntó mi abuelo con la boca llena todavía.
—No, Enrique —dijo mamá—. Eso era lo último.
—Pasame la carne, entonces.
—No —ordenó mi viejo y cruzó la mano sobre la bandeja—. Ya comió suficiente.
Esta vez el abuelo clavó la vista en su hijo.
—Cómo —dijo el abuelo.
—Oscar —dijo mamá.
Mi viejo no la miró: él y mi abuelo estaban por definir cuál era la verdadera punta de la mesa.
—Son las doce, Oscar —dijo mamá.
Afuera se escuchaba con claridad el estruendo de las bombas seguidas de las alarmas de auto. Cada tanto el aullido de un coche bomba cruzaba la noche, un ruido que no era parte del festejo precisamente, y que seguro dejaba a su paso caras de inquietud de un segundo de duración.
Mi hermano estaba armado con una nueva caja de fósforos, esta vez con fósforos explosivos. Mi abuela se tapaba las orejas y sonreía. Un farol chino pasó por encima de las casas de enfrente y Antonio lo siguió con la vista. Su cara se iluminaba y volvía a oscurecerse y me pareció que era exactamente el tipo de gesto que le cabía, como si viviera abajo de un puente y cada noche viera pasar los camiones por delante de la luna.
—¡Ferro! —gritó Fanlo, el vecino de enfrente—. ¡Feliz navidad!
Mi viejo levantó la mano pero Fanlo ya no lo miraba. Había encendido la mecha de un tres tiros que salió disparado al aire y alumbró las hojas de los fresnos. El hijo adolescente de Fanlo aplaudió y su madre miró en nuestra dirección con una sonrisa escalofriante, de esas que ponen las mujeres que no sonríen demasiado.
—Ya van a ver —dijo mi abuelo y se metió en la casa.
Volvió con paso firme, cargando dos cañitas voladoras que le llegaban a la cintura y terminaban en un cohete de plástico. Leo miró al abuelo con admiración y respeto, y cortó con los fósforos para dar paso a la atracción principal.
Mi abuelo puso una botella de vino en el medio de la calle, bajo un claro entre los árboles. Los Fanlo quedaron expectantes y un poco intimidados, pero ya era demasiado tarde para desentenderse.
Mi abuelo le dio fuego a la primera cañita pero la mecha se consumió por completo sin que el cohete se moviera de la botella. Esperamos unos segundos más pero la cañita estaba muerta: había empezado a encorvarse.
—Hija de puta —dijo mi abuelo, que volvió a acercarse a la botella.
—Cuidado —le advirtió mi viejo desde la vereda—. No pongas la cara arriba.
Mi abuelo cambió la cañita y acercó el encendedor. Esta vez la mecha soltó un chispazo al acercarse a la punta. Pero justo cuando estaba despegando, la botella se fue al piso y la segunda cañita salió disparada hacia la calle, en contramano.
—¡Uh! —exclamó mi hermano.
Mi viejo arrugó los ojos esperando que nadie doblara la esquina.
—No puede ser —dijo el abuelo sin fuerzas, mirando la esquina y, más lejos todavía, hacia el resto de la ciudad que ahora empezaba a quedar en silencio.
—No pasa nada —dijo mi viejo, tratando de consolar a mi abuelo.
—Sí, pasa —dijo mi abuelo de un modo muy pausado, aceptando la derrota.
Estábamos sentados a la mesa otra vez, todos de vuelta en nuestros puestos. Ahora mi abuela cambiaba la bandeja de carne por la ensalada de frutas que ella misma había preparado, con una abrumadora mayoría de latas de conserva. Una ensalada de frutas completamente amarilla.
—El postre —dijo la abuela con un cantito.
Mamá trajo el champagne y se lo estiró a mi abuelo que con eso pareció volver un poco a la realidad.
—La base de una botella de vino es demasiado liviana para aguantar una cañita como esa —explicó mi abuelo—. Con una botella de champagne hubiera funcionado.
Mi abuelo abrió la botella sin hacer saltar el corcho, lo que decepcionó un poco a todos.
—Pero en lugar de brindar, nos entretuvimos con este tipo —agregó.
—Papá —dijo mi viejo.
Mi abuelo miró el espacio entre sus pies, abajo de la mesa, y asintió. Después estiró el champagne en dirección a mamá y ella se encargó de servir en las copas de los grandes. Yo serví jugo para Leo y para mí.
Apretando el vaso contra su pecho, mi hermano apoyó la mano libre en el hombro de mi abuelo. No eran de hablar mucho entre ellos pero en ese momento Leo le dijo:
—Esa cañita fue lo mejor.
Mi abuelo levantó la cabeza y lo miró.
—¿Te parece? —preguntó, y parecía que de verdad le interesaba saber si mi hermano hablaba en serio.
—Lo mejor —repitió Leo, que en esa época dividía el mundo entero entre “lo mejor” y “lo peor”.
Mi viejo se puso de pie con su copa en la mano.
—¿Por qué brindamos?
Todos nos levantamos después de él.
—Por la familia —dijo mi abuelo, y revolvió el pelo de mi hermano.
Chocamos las copas. Hasta Antonio sonreía. Tenía más dientes de lo que yo pensaba.
—A los regalos —dijo mi viejo.
Mamá se encargó de apagar una por una las luces de la casa a excepción de las luces del arbolito, una vieja costumbre que ella tenía de chica y que ahora era nuestra. Si alguien pasaba por afuera y nos veía a través del vidrio esmerilado de la puerta, hubiera visto unas sombras reunidas junto a un fuego chico pero poderoso.
Mamá se arrodilló junto al arbolito: ella era joven y elástica en esa época, y era capaz de arrodillarse contra el piso más duro sin ninguna queja al respecto. Puso los regalos contra las luces del arbolito para leer las etiquetas y anunció uno por uno los nombres de todos nosotros.
Yo recibí una navaja suiza de doce usos y mi hermano una pistola de balines. Mi viejo le regaló a mamá un perfume de frasco rojo, y ella a él un par de sandalias. Se abrazaron. Mi abuela se cambió los aros que llevaba por los que había recibido, de cristal de roca azul y verde, y mi abuelo sonrió al descubrir un sombrero de paja en su paquete. Era una clara señal de que le quedaba poco pelo y debería cuidarse del sol este verano, pero parecía contento. El abuelo se puso el sombrero y sonrió.
—Disculpe, Antonio —dijo mi viejo—. No tenemos regalos para usted. No esperábamos la visita.
Todos lo miramos y mamá, que todavía estaba entre los brazos de mi viejo, puso su mano sobre el codo de Antonio en señal de apoyo.
—Faltaba más —dijo él.
Mamá retiró su mano y volvió a ser toda de mi viejo.
—Igual —dijo Antonio—, podrían hacerme un regalo.
Por primera vez mi viejo lo miró con extrañeza y mi abuelo volvió a su gesto de desconfianza, un gesto que decía al mismo tiempo: “ahora este croto va a mostrar su verdadera cara” y, también, “yo se los dije”.
—Quisiera dar una vuelta por la planta alta —dijo Antonio.
Mi hermano y yo miramos a mi viejo.
—Yo vivía en esta casa —agregó Antonio.
Mi vieja se adelantó con el encendedor, sin prender las luces de la escalera: al fin y al cabo este era el regalo de Antonio y, por lo que duraba la ceremonia, ninguna otra luz debía quedar prendida aparte de las luces del arbolito. Una vez arriba, mamá encendió la luz del baño y soltó el botón del encendedor. Nunca habíamos sido tantos en el primer piso.
De pasada, Antonio dijo: “este mueble es nuevo”, señalando el toallero que mi viejo había construido con madera de pino y que colgaba junto al lavatorio. Con el paso siguiente, Antonio entró en la habitación de mi hermano y prendió la luz sin mirar la perilla.
—Igual —dijo Antonio—. La cama de mi hija también estaba de este lado, enfrente de la ventana.
Se acercó al extremo de la habitación, sobre la cabecera de la cama, y miró de cerca la pared, inspeccionando las imperfecciones.
—Acá había un cuadro ovalado. Como una cara —dijo Antonio, poniendo el dedo índice sobre una picadura—. Era el dibujo de un chico tirado abajo de un poste, con un yuyo seco en la boca y la gorra sobre los ojos. Mi hija decía que estaba esperando una carta.
Antonio hablaba con un tono muy bajo, como si se lo estuviera contando a sí mismo y, a modo de respuesta, una voz interior le dijera “ahora me acuerdo”. Después dio dos pasos hacia un costado y encontró una nueva picadura.
—Acá había un cuadro de mamá —dijo Antonio apoyando el dedo—. Una foto de la abuela de mi hija.
Nos abrimos para darle paso. Antonio apagó la luz de la pieza de Leo y, después de cruzar el distribuidor, prendió la luz de mi habitación.
—Este era mi estudio —dijo.
Antonio se detuvo en el centro exacto, entre mi cama y una pequeña biblioteca de caña y vidrio, y nos miró:
—Este es el lugar que recibe mejor luz en toda la pieza —dijo—. Acá estaba mi escritorio.
Era cierto. Mi hermano y yo teníamos un perro (el Coco, muerto de moquillo) que pasaba las tardes de invierno exactamente en ese punto.
—Está desaprovechado —dijo Antonio al apagar la luz, y yo pensé otra vez en el Coco, en el día en que el veterinario nos dijo que tenía fiebre.
Entonces Antonio volvió a pedirnos paso. Prendió la luz desde afuera de la habitación de mis padres y, después de mirar en silencio hacia el interior durante un segundo, tomó aire y se descalzó. Miró por la ventana que daba a la calle y revisó el placar donde guardábamos las bolsas con ropa de la estación contraria. Después, sentado al borde del colchón, abrió la cama del lado de mamá con un movimiento muy delicado y pasó la mano suavemente por la sábana y sobre la almohada, como si estuviera junto a alguien que había dormido lo suficiente y ahora él llegara a acariciarla, aunque no para que despertara sino para que siguiera durmiendo.
—Apaguen la luz, por favor —dijo Antonio en voz baja y sin volverse.
Mamá puso la mano sobre la perilla y, por más que no existiera un modo delicado de apagar la luz, lo hizo suavemente.
Cuando nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad y por fin pudimos verlo, Antonio apareció acostado del lado de papá. Tenía el pecho cuarteado por la luz de la calle que se filtraba entre las hojas y llevaba los brazos estirados a cada lado del cuerpo. Eso era todo. El único movimiento en la habitación venía desde afuera, el de un viento leve que movía la sombra de las hojas y las hacía temblar sobre el cuello del croto.
—¿Seguro que no necesitás una mano? —preguntó mi abuelo.
Estábamos parados junto a la puerta de calle, hablando un poco más bajo que lo habitual.
—Vayan tranquilos —dijo mi viejo a sus padres—. Nosotros nos arreglamos.
Ya habían sido suficientes sobresaltos para mi abuela. Si se lo pensaba desde su ritmo diario, era como vivir una semana en una noche.
—Bueno, hablamos mañana o pasado —dijo mi abuelo; una propuesta para nada frecuente.
—Seguro —dijo mi viejo sin levantar la voz, y lo palmeó en la espalda.
Con mamá y mi viejo levantamos la mesa sin decir una palabra. Para nuestra sorpresa, Leo había empezado a ayudar pero abandonó la tarea al final del primer viaje, cuando juntó dos sillas y se acostó a dormir. Desde afuera apenas si llegaba todavía la explosión de un último petardo o el grito de alguien que confundía la navidad con el día del juicio. Pero después de lo ocurrido esa noche, todos los ruidos exteriores se asimilaban sin sobresaltos al silencio de la casa.
—Voy a llevar a Leo a la cama —dijo mamá en la cocina.
—Te acompaño —dijo mi viejo.
—No pasa nada.
—Está bien —dijo mi viejo.
—Vos subís después con Juan.
Mi viejo la abrazó y estuvieron así durante un rato, entre las botellas a medio tomar y los platos sucios. Después él dijo:
—Que descanses.
Un segundo más tarde se escuchaban, justo arriba nuestro, los pasos lentos en la escalera: mi hermano todavía subía los escalones de uno en uno.
Mi viejo enjuagó dos vasos y los llevó a la mesa junto con una botella abierta de vino. Nos sentamos. La mesa estaba completamente pelada, salvo por la botella y los vasos, y mi viejo ya miraba para otro lado, perdido otra vez en sus pensamientos. ¿Qué significaba todo esto? ¿Que, además de hacer asados, era el momento de empezar a beber? El vaso que no era suyo estaba vacío. Una vez, en el cumpleaños de un compañero, donde los adultos, como los chicos, toman en vasos de plástico, yo había probado vino blanco pensando que era jugo. Casi me largo a llorar.
Estaba decidido: iba a servirme nada más que un trago, para empezar desde el principio, cuando otra vez se escucharon pasos en la escalera. Un segundo después aparecía Antonio en los últimos escalones, a un costado del arbolito. Se sentó enfrente de mi viejo, justo donde colgaba su chaleco naranja. Tenía la cara distinta pero no de dormir. Tampoco de llorar, por ejemplo.
—Gracias —dijo después de un rato.
Por toda respuesta mi viejo sirvió vino en el vaso vacío y Antonio bebió.
—¿Quiere un cigarrillo? —preguntó mi viejo.
Antonio recibió el cigarrillo pero lo dejó sobre la mesa.
—Nunca fumé —dijo.
—No se preocupe —dijo mi viejo prendiendo el suyo. Y después de soltar la primera bocanada, agregó:
—Es fácil.
Esa noche de navidad, Antonio fumó su primer cigarrillo ante la mirada de mi viejo y la mía. Mi viejo lo acompañó con un gesto amable, sin estridencias, y el croto, después de haber recibido su regalo, parecía estar haciendo justo lo que necesitaba. Al cabo de la primera pitada contuvo un acceso de tos pero al final del cigarrillo fumaba como un experto. Hasta entonces yo había pensado que un fumador debía practicar toda su vida para hacerlo de esa manera pero ahora pensé que era exactamente al revés, que era la vida la que te preparaba para alcanzar la perfección.
—Bueno —dijo Antonio al final, y se levantó. El último bollo de humo estaba desapareciendo todavía en el cenicero.
—Para el camino —dijo mi viejo, y le alcanzó el resto de su atado junto con el encendedor.
Ya en la puerta, Antonio le estiró la mano derecha, donde no llevaba el chaleco, y mi viejo la apretó en el aire, justo a la altura de mi frente.
—Puede volver cuando quiera —dijo mi viejo.
Antonio asintió y cruzó la calle.
Eso fue todo. El croto había desaparecido de nuestras vidas y antes de que yo tuviera la oportunidad de enterarme, mi viejo había apagado la luz y había subido a la habitación. Quedé inmóvil durante un segundo, a la luz del arbolito, y después miré a través del vidrio de la puerta.
Antonio estaba al otro lado de la calle, donde yo lo había visto por primera vez, y, lo mismo que esa primera vez, miraba la casa. Ya no hablaba solo, como si hubiera dicho todo lo que tenía para decir por esta noche. O como si hubiera descubierto una nueva manera de quedarse perfectamente callado: el croto, en la vereda de enfrente, había prendido el segundo cigarrillo de su vida.
—Juan —sentí que me llamaban desde arriba, con esa voz que se usa para no hacer ruido y que suena como un martillo envuelto por un trapo.
—A dormir —ordenó mamá.
Antes de subir, fui hasta la cocina como todas las noches y me serví un vaso de agua para llevar a la cama. De vuelta, junté con el pie los envoltorios de los regalos y los arrastré hasta abajo del arbolito.
Entonces volví a mirar la vereda de enfrente. Antonio ya no estaba pero en su lugar había una pila de humo del largo de una persona cualquiera. Yo era algo mayor entonces pero lo cierto era que todavía me impresionaba con facilidad y, ante la pila de humo, pensé en un fantasma. De todos modos, debo decir en mi defensa que no me imaginé un fantasma tan aterrador como los que aparecían en la tele. Más bien pensé en un fantasma como otros, de una altura promedio, un fantasma común y corriente.
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