Los últimos días de Proust
Las biografías de los que ya no están son un arma de doble filo. Los lectores siguen de cerca las peripecias de los biografiados desde el nacimiento, espían su educación sentimental, comparten sus ambiciones y fracasos, pero, de pronto, a partir de cierta página, surge un malestar premonitorioo. Se trate de Wittgenstein (su vida la cuenta Ray Monk), de Susan Sontag (Benjamin Moser) o de Nabokov (Brian Boyd), el lector entiende por anticipado que la historia solo puede terminar de una manera.
Las distintas biografías de Marcel Proust (la clásica de George Painter, la minuciosa de Jean-Ives Tadié, la brevísima de Edmund White) no pueden eludir en su último tramo, claro está, el lento proceso que fue apagando la vida del escritor. Desde que se recluyó para dar forma a su obra, entre sus silenciosas paredes de corcho, saliendo poco y nada a la espera de que bajara el polen diurno, los últimos años del asmático Proust habían perdido la activa mundanidad de las primeras décadas. A partir de septiembre de 1922, después de una misteriosa escapada nocturna y una neumonía mal tratada, empeoró de manera vertiginosa. Cuando murió, un 18 de noviembre de hace cien años, se desconocía el alcance global de En busca del tiempo perdido (todavía faltaban las tres últimas entregas), pero su importancia como autor, a pesar del poco tiempo de asimilación de los tomos publicados, resultaba ya irrebatible. Ese día le hicieron una máscara mortuoria y fue retratado en su lecho por dos pintores y un fotógrafo norteamericano que pronto sería identificado con el naciente surrealismo: Man Ray.
"Proust se encargó de subrayar que esa primera persona que lo narra todo no era autobiográfica"
Aunque lo suyo era un mundo en extinción, la Recherche siempre tuvo vocación de permanencia. Las razones fueron exploradas en multitud de páginas críticas: la memoria involuntaria, el manejo del espacio, las inquisiciones sobre el arte, de la sonata de Vinteuil a cierto cuadro de Vermeer, la prosa espiralada... ¿Cuál es la última palabra del ciclo?: temps (“tiempo”), que anuda con la primera de todas, longtemps (durante mucho tiempo), una prueba del plan maestro del conjunto. Una proeza de Proust menos resaltada es su capacidad para atrapar, además de a los lectores afines, a muchos otros a los que a priori no les interesaban en lo más mínimo las duquesas o la diplomacia, las aventuras del barón de Charlus o el caso Dreyfus, las idas y venidas de los celos interminables o los cotilleos de salón.
La magdalena embebida en té es su lugar común, pero cada lector de En busca del tiempo perdido tiene uno o más pasajes de la novela que considera menos citados de lo que deberían. Uno posible es ese momento de distracción en que el protagonista recibe un supuesto telegrama de Albertina y por un instante cree que su muerte no había sido más que una broma, una travesura más de su amada “fugitiva”.
Proust se encargó de subrayar que esa primera persona que lo narra todo no era él, que el libro no es autobiográfico por muy infiltrado que estuviera por su propia experiencia. Tan cierto es que, por contraste, a sus biografías se las puede leer como una contraparte real, no menos novelesca. Albertina, por ejemplo, estaba en gran medida inspirada en Alfred Agostinelli, un chofer adolescente que Proust tuvo en Cabourg (al escritor le gustaba pasear “por los campos” en auto a toda velocidad) y que reapareció años después en su vida. Enamorado de él, el escritor lo contrató como secretario y lo instaló en su piso con Anna, su pareja. Entre tantos caprichos de Agostinelli que su pasión supo costear se contaron las lecciones de vuelo. Alfred finalmente lo dejó sin aviso, fugitivo de verdad, y en 1914, en su segundo viaje en solitario, se estrelló con un aeroplano en el Mediterráneo. Que Albertina muriera al caerse de un caballo demuestra que para alterar el pulso de un lector la literatura no necesita reproducir, como bien sabía Proust, la espectacularidad de la realidad. Basta con su eco.
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