Los últimos días de lord Brummell
El escritor italiano Roberto Calasso toma como ejemplo la vida del más célebre de todos los dandis para continuar la reflexión sobre el dandismo de Baudelaire y de Barbey d´Aurevilly
En el tercer piso del Hôtel d Angleterre, en Caen, residió largo tiempo, durante sus últimos años, George Brummell. La única interrupción fue una estadía de dos meses y diecisiete días en prisión, por deudas. A las cinco, bajaba a la table d hôte y aceptaba el ofrecimiento de buen vino que le hacía algún desconocido. Algunos turistas, tras haber admirado los tapices de Bayeux, se detenían un día en el Hôtel d Angleterre para ver de cerca al célebre dandi. Le pedían a monsieur Fichet, el propietario, que les asignara un lugar en la mesa frente al hombre en cuestión.
El Bello Brummell se presentaba como cónsul en un agujero francés de provincia. No tenía nada que hacer, salvo contar sus deudas. Un librero le enviaba las novedades desde París. Larguísima, como siempre, la toilette matinal, una caminata por el Paseo Caffarelli, insulso pero poco frecuentado, en dirección al mar. Dibujar retratos para el álbum de mademoiselle ***, en Luc-sur-Mer: una Gilberte o Albertine que frecuentaba, riesgosamente, la playa normanda. Sombrillas, baños en costume de bal (vestido de fiesta N.T.), los sombreros desatados que flameaban al viento. Una condesa polaca extendía sus perlas sobre la arena, para que tomaran aire. Daignez agréer l offrande d une esquisse pour votre album (Dígnese agregar la ofrenda de un bosquejo para su álbum N.T.) . A la noche, la sociedad de Caen ofrecía partidas de whist , que convenía evitar, y bailes formales. "Monsieur, nous sommes ici pour danser, non pour causer" ("Señor, estamos aquí para bailar, no para hablar" N.T.).
Al salir de la prisión, Brummell seguía respetando sus rituales, aunque se había visto reducido a cambiarse la ropa blanca una sola vez al día. La nitidez de su apariencia se había empañado, pero la centelleante batterie de toilette aún seguía asistiéndolo. El vernis de Guitton seguía llegándole de París. Un primer signo nefasto se produjo cuando una anciana señora le aconsejó, bromeando, el jabot negro, que Brummell siempre había aborrecido. Pero ahora sabía que los suyos habían perdido frescura. Aceptó el consejo ("en sentido figurado, se podría decir que Brummell murió aquel día", según el capitán Jesse, "ese admirable cronista que no olvida lo suficiente", como lo definió una vez Barbey d Aurevilly). A partir del invierno de 1836, el estado de su mente pareció deteriorarse. No había dudas: Brummell "había empezado a ser completamente indiferente hacia su apariencia". Ahora se lo veía en la calle como un viejo señor desaseado y sucio. Tan sólo sus modales permanecían intactos. Todavía poseía algunos jarrones de porcelana, un reloj y ciertas joyas, las últimas reliquias que no había querido incluir en la gran subasta de sus objetos realizada en Londres. Pero así podía seguir comprando sus amados biscuits de Reims en una confitería frente al hotel.
A veces decía que tenía que ofrecer una recepción, invitar a algunas personas ilustres de su amistad. Algunas estaban muertas. Su doméstico ponía en orden la estancia, encendía los candelabros, preparaba la mesa para el whist . A las ocho, según las órdenes recibidas, abría la puerta y anunciaba a la duquesa de Devonshire. "Al oír el nombre de Su Gracia, que recordaba perfectamente, el Bello se incorporaba inmediatamente de su poltrona y se dirigía hacia la puerta, saludando al aire gélido que venía de la escalera como si fuera la bella Georgiana." Luego la invitaba a sentarse en un sillón: "Es un regalo de la duquesa de York, mi gran amiga, pero, pobre querida, como usted sabe ya no está entre nosotros". A las diez el criado anunciaba que la carroza estaba en la puerta.
En el invierno de 1836 Brummell recibió una visita que dejó rastros en la memoria de los testigos ocasionales. El solo hecho de que alguien fuese a buscarlo "demostraba que todavía había, en algún lugar remoto, una persona que se interesaba por su estado, o que al menos sentía cierta curiosidad por ver la ruina antes de que se desplomase". Así escribe el fiel y malévolo capitán Jesse. Y prosigue: "Era una dama, que llegó una mañana fría y tétrica, sin carroza, criado ni equipaje al Hôtel d Angleterre. La extranjera era una mujer de cierta edad y estaba vestida con simplicidad, pero su porte y sus modales indicaban que había vivido en la más alta sociedad. Al ver esa elegante aparición pasar delante del vidrio de su bureau , el vigilante hotelero se adelantó a su encuentro, y ella le pidió que le mostrara una habitación. El propietario complació su pedido y estaba ya a punto de retirarse cuando ella le rogó que aún no lo hiciera y le preguntó si mister Brummell todavía residía en el albergue. ´Me gustaría mucho verlo, señor , dijo la dama. ´¿Es posible que lo vea sin que él me vea a mí? ´Nada más sencillo, señora , respondió el hotelero. ´A las cinco, sin falta, mister Brummell baja de su habitación a la table d hôte ; su departamento da sobre esta misma escalera, de manera que debe pasar ante su cuarto; si usted permite, le avisaré a esa hora y, cuando lo escuche bajar, iré a su encuentro: si usted se asoma a su puerta, lo verá perfectamente, porque siempre lleva una lámpara en la mano . Con toda puntualidad, monsieur Fichet interceptó a Brummell y lo entretuvo con unos minutos de conversación en un punto donde se lo podía observar con claridad; al volver a la habitación de la desconocida, la halló sumida en lágrimas y muy conmovida, tanto que pasó algún tiempo antes de que la mujer pudiera agradecerle su gentileza. Inmediatamente pagó su cuenta y partió la misma noche a París en la diligence ".
A veces Brummell se distraía escribiendo cartas, por ejemplo a Mademoiselle***, Luc-sur-Mer, un día de julio: "¿Por qué, en nombre de la prudencia, no me habré contentado con limitar mi conocimiento de usted a la etiqueta mundana de quitarme el sombrero cuando nos encontrábamos por casualidad? Durante los años que he vegetado en el estéril pantano de mi vida reciente, he evitado con esfuerzo arrojarme de cabeza en lo que podría definir como una absurda pena; y ahora, a despecho de toda mi circunspección y precaución, me encuentro de la cabeza a los pies, en alma y corazón, enamorado de usted. No puedo, a costa de mi propia vida, más que decírselo, pero como no toda la razón me ha abandonado, me pondré una camisa de fuerza y me haré encadenar a la cabecera de la cama... Pero usted se reirá al verme detrás de las mangas de crinolina, porque no hay nada más ridículo que una persona en mi estado de desesperación". Y una noche de agosto: "Ese orangután del librero me ha mandado una calamitosa traducción francesa de Manzoni, en vez del original italiano que le había pedido. Dice que se lo han robado. Me avergüenza transmitirle esta noticia: a primera vista, creo que el libro la aburrirá. Si ése fuera su destino, déle uno aún peor: arrójelo al mar. Por el momento, no hay en Londres ni en París nada que valga la pena leer: en el momento en que algún libro aparezca, será para usted. Mi existencia aquí es ahora perfectamente desolada, insípida e infructuosa: no veo casi a nadie, no hablo con nadie, y me encuentro tan miserablemente abattu et distrait (abatido y distraído, N. T.) que soy incapaz de pasar las horas, larguísimas, en aquellas ocupaciones que eran mi entretenimiento y ocupación. Soy consciente de mi culposa inercia de espíritu, pero ni siquiera con todos mis ánimos soy capaz de reunir energía suficiente para obligarme a huir de este sitio desdichado aunque sé que eso me daría gran alivio". En una de estas cartas Brummell incluye un poema que había escrito años atrás, cuando en Londres estaban en boga versos de esa clase: "El funeral de la mariposa" .
Según la mecánica celeste, el dandi es el contrapeso del utilitarista. El Bello Brummell y Jeremy Bentham (el autor de Introducción a los principios de la moral y de la legislación, N.T.) vivieron en los mismos años y en el mismo lugar: Londres. Y es como si la existencia de uno magnetizara la existencia del otro. Muerto, Bentham se convirtió en la momia impecablemente vestida que iban a venerar sus secuaces al University College, donde aún se encuentra. Eran hombres sobrios, que se declaraban exentos de prejuicios, expertos en la contabilidad de los placeres y de los dolores. Aunque hay que preguntarse cuáles placeres y cuáles dolores podrían haber estado en condiciones de probar. Brummell, en cambio, se pulveriza en el anonimato de los que terminan su vida en un pabellón del Bon Sauveur. Ese hospicio, que había sustituido al Hôtel d Angleterre, se convirtió en su residencia final.
La monótona degradación de Brummell durante sus años en Calais y en Caen raya en el heroísmo de la inutilidad. Seguir siendo inútil, siempre y en todas partes. Presentarse como cónsul de Inglaterra, como preso y encarcelado por deudas, como invitado pintoresco, como provecto cortejante de una debutante de provincia, como demente en un hospicio. Todos roles derivados de la implacable inutilidad del dandi. "Sus triunfos eran la insolencia del desinterés", escribe Barbey d Aurevilly. También lo eran sus humillaciones.
Los dandis de la Regencia no sabían nada de Hegel, pero precedieron a Stirner: primera banda de aristócratas de la arbitrariedad, tan irreverentes con la nobleza heráldica como con la engreída democracia. Decisiva, tanto para la ruina de Brummell como para su gloria, fue la ligereza irredenta de su comportamiento con el Príncipe de Gales... y con la amante del príncipe, la señora Fitzherbert. Trató al príncipe como a un marido burgués que defiende a su mujer agraviada. Así inventó un gesto que nadie se había atrevido siquiera a insinuar antes: la actitud condescendiente (y como siempre, también burlona) hacia la realeza. Ser patronizing con el Príncipe de Gales.
"En realidad no fue más que un dandi": ésa es la sentencia de Barbey d Aurevilly sobre Brummell. Dandismo y tautología, imposibilidad de ser o hacer otra cosa. Baudelaire: "Un dandi no hace nada". Sin embargo, Brummell, en su exilio, se dedicó concretar una obra, la única obra de su vida: el biombo para la duquesa de York. Tenía seis paneles. En el centro de cinco de ellos, campeaban otros tantos animales: elefante, hiena, tigre, camello, oso. Sobre el elefante, Napoleón: una mariposa adornaba su cuello. Sobre su cabeza, un mortero; de la boca del mortero salía una espada con una serpiente enroscada. Una hoz y una bandera con el águila rusa. Sobre el cuerpo de un oficial está pintado un paisaje clásico, con un bosque y rocas en primer plano. Un Cupido, sobre los hombros de un general, golpea al Tiempo con un libro. Una joven dama, desatendiendo su arpa, acaricia los cuernos de un ciervo herido. Otra dama está cubierta de plumas de avestruz. Un señor con tiradores amarillos ofrece un nido de palomas a una mujer de vestido escarlata. La hiena aparece amansada por las Artes, la Ciencia y la Religión. Telémaco relata a Calipso sus aventuras. Un dragón francés despluma un ave ante la hoguera de un campamento. Una pastorcita intenta librarse de un perro que le ha desgarrado el vestido a dentelladas, y un galante desconocido la ayuda. El tigre está circundado por un enjambre de cupidos. A los costados, el Delfín y la duquesa de Angoulême juegan a ser soldados. La duquesa redobla un tambor. El Delfín empuña un estandarte con la inscripción Union Force . Al fondo, juguetes abandonados. Más Cupidos. Un niño pobre ante la puerta de una casa, una noche de nieve. Bajo el camello, un hombre con pantalones cosacos. Una mona le rasca la espalda. Es una barbera. El oso está acompañado por un joven cocodrilo. Alrededor hay niños que juegan, pastores, las Gracias. Numerosos insectos y conchillas. Más abajo se reconocen los retratos de Fox, Sheridan, Necker, John Kemble. Nelson está junto al hospital de Greenwich. Un viejo párroco rural ayuda a un campesino con hilo y aguja. En el sexto panel, Byron y Napoleón ocupan el centro. El poeta está rodeado de flores y tiene una avispa en el cuello. Debajo de Napoleón se ve a Kean encarnando a Ricardo III.
El capitán Jesse pudo admirar el biombo en una tapicería de Boulogne. El criado de Brummell lo había dejado allí en prenda por una deuda de su patrón. Jesse observó que en la pieza se representaban centenares de escenas, cada una de ellas enguirnaldada de flores. Se habían empleado las más variadas técnicas de grabado y de pintura, salvo los colores al óleo. El fondo era de papel verde. Predominaba el color rosa. Jesse se imaginó a Brummell recortando y pegando cada uno de los episodios, comentándolos con los amigos: "Debió de haber sido algo delicioso". Por cierto, reflexionaba Jesse, "para entender a fondo la agudeza desplegada en la disposición de los grupos, el espectador debía estar al corriente de los chismes del momento, pero no hay dudas de que casi cualquier coetáneo de Brummell hubiera podido reconstruir las historias relacionadas con cada episodio, explicándoles a los más jóvenes ciertos detalles de la disposición que para ellos resultaban enigmas insignificantes". Pero ese carácter de enigma insignificante era al que apuntaba precisamente el chisme, y al mismo tiempo resolvía la alusión. Brummell había poblado de figuras esa superficie tal como un gnóstico colmaba de arcontes y poderes sus cielos. En el centro de los cincos paneles, los animales asumían, tomándolo de las bestias zodiacales, la tarea de sostener su obligación alegórica. Aludían en vano a la soberanía de un orden: alrededor de ellos, sobre ellos, se agolpaban otras imágenes y se dispersaban entre las guirnaldas. Lo que Brummell le daba a la duquesa de York era la psiquis que se estaba formando en el mundo que lo rodeaba: un mural onírico donde encontraban acogida, con el mismo rango, los dioses antiguos y los fugaces que reinaban durante una season , escenas míticas y personajes de la crónica histórica. Todo se componía recortando y pegando; las imágenes estaban disponibles y convivían en un caos civilizado. El tapicero de Boulogne tenía en prenda el nuevo escenario de la literatura.
Traducción: Mirta Rosenberg