Los solitarios
Un hotel mexicano recibe a un grupo de turistas europeos que, cual robinsones almibarados e inofensivos, buscan un poco de aventura en el Caribe azteca. Pero no pueden consigo mismos: prefieren la seguridad de la piscina a los colores del mar, el aerobic en el hotel a la selva y las papas fritas a los guacamoles. Un relato del autor de Sostiene Pereira .
EL jumbo los ha descargado en Cancún, ciudad de Yucatán y playa internacional del mar Caribe. Vienen de Francfort, ciudad a la que han llegado desde las más remotas localidades de Alemania. Son aproximadamente unos trescientos, entre hombres y mujeres, sin olvidar algunos niños: rubios, altos, robustos, fatigados. Vienen a pasar unas vacaciones en México. A la salida del aeropuerto los esperan unos modernos autobuses dotados de aire acondicionado. Es una hermosa noche tropical. Los autobuses recorren durante unos sesenta kilómetros la sugestiva carretera que flanquea la costa y lleva hacia el sur, hacia Tulum, hasta llegar a Akumal, una playa inmersa en una selva tropical a la que acuden las tortugas marinas para poner sus huevos. Allí se detienen ante un inmenso portal de cemento adornado con palmeras. Han alcanzado su meta, el hotel. La misma meta a la que también llegué yo ayer para mi desgracia, con la mediación del involuntario equívoco de un amigo mío mexicano, el cual me había hecho una reserva. Yo he recalado aquí en el curso de un viaje algo extravagante por México, con la intención de visitar los restos de la cultura maya.
Los viajeros descienden con orden de los autobuses, una vez que una barrera vigilada por varios guardianes les ha dado vía libre, y van a dar cumplida cuenta de una fila de bebidas que los esperan sobre una larga mesa orientada hacia la recepción, atendida por dos jovenzuelos tan rubios como ellos y que hablan tan sólo inglés o alemán. Los líquidos que degustan son muy rojos, muy verdes y muy anaranjados, y vienen definidos por la dirección como "Tropical coktails. Welcome to México".
Paja indígena
Presentan sus pasaportes y se van a dormir. Las otras doscientas habitaciones del hotel están ya ocupadas por otros robinsones llegados el día anterior desde Tejas con la misma empresa, la Touristik Union International, que, según puedo averiguar leyendo un folleto publicitario, posee otros centros robinsónicos en España, Egipto, Kenia y en varias playas más de distintos países del mundo. Al día siguiente, un sol magnífico refulge sobre la playa del hotel, delimitada por grandes sombrillas de paja indígena, bajo las cuales los robinsones pueden relajarse sobre comodísimas tumbonas de tela. Algunos se adentran tímidamente en el agua azul turquesa del Caribe, pero la mayoría prefiere la enorme piscina del hotel, donde por lo demás les cabe la posibilidad de moverse al ritmo de la gimnasia aeróbica, siguiendo los sonidos de una estentórea música que, según cuanto repite el animador por el megáfono, les será muy beneficiosa tanto para el espíritu como para las carnes. Las señoras de más de sesenta años parecen ser las que mayores esperanzas nutren en ello. Abandonan con regocijo sus pareos multicolores y se esfuerzan por seguir obedientemente el ritmo del aeróbic, moviendo unos cuerpos que, como los de todos los seres humanos, han sido inexorablemente transformados por el tiempo. Tras una semana en los trópicos quizá puedan recuperar la juventud, quién sabe.
La hora de la sobremesa está hecha para la siesta, porque México es un país de siesta. Dejan sobre el borde de la piscina sus enormes sombreros de paja, acaso fabricados en Taiwan, en los que han escrito sus nombres con rotulador, Ulrike, Klaus, Alice, Renate, y se retiran a sus habitaciones, donde unos ventiladores de tipo colonial y una alfombra de colores colgada de la pared les confirman que se hallan realmente en México.
Y ahora toca afrontar la tarde. Unos muy coloridos cócteles los están esperando en las mesitas de la piscina, sobre la cual campea un ocaso sanguíneo, como se supone que ha de ser en los trópicos. Inmediatamente después, los aguarda la cena con un riquísimo bufé, dispuesto con exotismo entre calabazas, panes artesanales e instrumentos musicales indígenas. En toda mi vida jamás había visto tanta comida junta. Más que Robinson Crusoe , esto parece Gargantúa y Pantagruel . A ver si va a resultar que me he equivocado de novela. Los magníficos manjares mexicanos les son servidos en sus platos por diminutos cocineros mayas de rostros antiguos del color de la arcilla, que gracias a sus enormes sombreros consiguen elevarse hasta la altura de los robinsones. Platos maravillosos y de larga elaboración, nativos o coloniales, que los robinsones cubren con abundante ketchup o mayonesa, disponible a discreción en recipientes de artesanía tradicional colocados por todas partes. Los pequeños robinsones, para acompañar a las tortillas y a los guacamoles, piden con insistencia patatas fritas: "Chips, chips, chips". Uno se esperaría una buena bofetada, de esas civiles y educativas, a cargo del papá robinsón. Por el contrario, un viejo cocinero maya, frente a una enorme sartén donde las está friendo, los contenta con una sonrisa resignada. Con los gringuitos, ya se sabe, hace falta paciencia. Después de la cena se desencadena la fiesta. Esta consiste sobre todo en una música ensordecedora, difundida por altavoces titánicos, que llega hasta la playa. Nadie, en un radio de cinco kilómetros, puede estar a salvo. Es la misma música que presumiblemente se escucha en las discotecas de Baviera o de Tejas, y que aquí está acompañada por luces psicodélicas que iluminan siniestramente la vegetación tropical. Las criaturas de Düsseldorf o de Austin, deseosas de experimentar la sensualidad de los trópicos, ofrecen sus cuerpos en una danza frenética a las Divinidades del Turismo Global. Después del sacrificio humano los espera el televisor de sus habitaciones, con canales exclusivamente en inglés o en alemán. El español queda reservado para los no robinsones, para el servicio del hotel, las únicas personas con las que se puede mantener una conversación humana. Para mañana, el programa promete una visita en autobús a las ruinas mayas de Tulum, una pirámide a orillas del mar sobre la cual es indispensable hacerse una fotografía.
La vuelta
Al cabo de una semana, los robinsones de Europa y de Estados Unidos volverán a sus ciudades de origen y contarán a sus amigos que han visitado México. Para demostrarlo, exhibirán sus diapositivas y las incontrovertibles imágenes de sus cámaras de vídeo, que llevan consigo a todas partes: mientras comen, mientras se bañan, mientras duermen bajo las palmeras, al igual que algunos indios del Amazonas llevan siempre bajo el sobaco las mandíbulas de sus padres. Serán sustituidos por otros robinsones, a los cuales generosamente, como huella de su presencia, habrán dejado en la biblioteca del hotel sus libros, leídos en las tumbonas de esta maravillosa playa mexicana: robustos best sellers en edición de bolsillo con el título de la portada escrito en relieve dorado, que con previsión han comprado en los aeropuertos de procedencia para no aburrirse durante sus vacaciones bajo el sol de los trópicos. En su mayor parte son novelas americanas de mistery y de horror. No andan muy desencaminados: la vida es un enigma y, a menudo, da miedo.