Los secretos del castillo nazi donde se encerró a los mayores especialistas en fugas de la Segunda Guerra Mundial
El escritor Ben Macintyre desmitifica la historia de Colditz y señala que hubo entre los militares prisioneros clasismo, antisemitismo, locura, sexo, racismo, insolidaridad y traición
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BARCELONA.- En la gran tradición heroica británica de la Segunda Guerra Mundial de la que forman parte los Dambusters, la evacuación de Dunkerque, los few de la Batalla de Inglaterra, la decodificación de Enigma o el hundimiento del Bismarck, figura con letras mayúsculas Colditz. El castillo alemán, 37 kilómetros al noroeste de Leipzig, sirvió durante la contienda de lugar de internamiento para oficiales aliados capturados que se habían revelado como expertos en fugas en otros lugares. Un Sonderlager, campo especial, para chicos malos bautizado oficialmente como Offizierslager Oflag IV-C. Es el sitio adonde tendría que haber ido a parar después de sus muchos intentos —de haber existido— el capitán de la fuerza aérea estadounidense Virgil Hilts que encarnaba Steve McQueen en La gran evasión [El gran escape].
Colditz, que contaba con sus propias neveras ―celdas de aislamiento―, estaba considerada la prisión militar definitiva, la supercárcel, el Alcatraz del III Reich para prisioneros de guerra, y ahí fue enviada la crème de la crème de los escapistas recalcitrantes. Libros, películas, series y juegos de mesa han contado y reproducido la historia legendaria de Colditz, siempre a mayor gloria de unos hombres supuestamente con gran sentido del honor y del humor, verdaderos swashbucklers, aventureros burlones, que, pese a toda la férrea seguridad, nunca dejaron de tratar de escapar por los medios más imaginativos. Sin embargo, ahora un libro del reputado y ameno especialista en la Segunda Guerra Mundial y el espionaje Ben Macintyre (Oxford, 59 años), Los prisioneros de Colditz (Crítica, 2023), explica, tras una profunda investigación, otra versión de la historia, radicalmente distinta. En Colditz hubo fugas asombrosas, sí, y valor y heroísmo, y situaciones de alta comedia (los presos fantasma que se mantenían escondidos, los muñecos para confundir el recuento, los espectáculos de Noël Coward, el grand cru Chateau Colditz), pero también, entre los encerrados, cosas muy feas: conflictos de clase, racismo, antisemitismo, insolidaridad, corrupción y traición, por no hablar de las miserias sexuales que provocaba la reclusión (muchos mataban el tiempo autosatisfaciéndose a escondidas, y al parecer había grupos de masturbación mutua).
Una visión desmitificadora, pues. “Sí, y mucho más amplia”, explica Macintyre, que con este libro, como hizo antes con los dedicados al agente Zigzag, la operación Carne Picada, la historia secreta del Día D o los hombres del SAS, vuelve a apasionarnos. “Yo crecí, como la mayoría de los británicos, envuelto en el mito de Colditz, a los 14 años veía la serie de la BBC de 1972 con David McCallum, jugaba al juego de mesa, del que era autor Pat Reid, uno de los fugados auténticos (también asesor de la serie); los héroes de Colditz formaban parte de mi mitología personal, una historia de ingleses valientes y de coraje. Pero como suele suceder, la historia no era tan sencilla ni tan edificante. La de los presos de Colditz es en realidad la historia de una sociedad dividida, por clases, por razas, por la sexualidad. Es la historia también de un gran sufrimiento, de actitudes ruines, de desmoralización, aburrimiento (hubo quien leyó La feria de las vanidades 12 veces), hambre, y de derrumbes psicológicos y morales”.
Macintyre ha querido huir de la mitología y ver con sensibilidad actual lo que fue Colditz, tratando además de que nos preguntemos qué hubiéramos hecho cada uno de nosotros de encontrarnos allí.
Uno de los casos más desmitificadores que aparecen en el libro es el del célebre piloto Douglas Bader, uno de los más legendarios de la Segunda Guerra Mundial, un as de caza con 30 victorias sobre la Luftwaffe y que, amputado de las dos piernas tras un accidente, combatía con sendas prótesis (que rellenó de pelotas de pingpong para flotar si caía en el Canal). Bader fue derribado en agosto de 1941, capturado e internado en varios campos de los que indefectiblemente trataba de escapar hasta que lo enviaron a Colditz. “Bader fue uno de mis héroes de infancia, como de muchos niños británicos, pero aunque dio ejemplo de tesón y fuerza de voluntad y valor también era un cabrón”. Macintyre explica en el libro cómo abusaba psicológicamente de su ordenanza, Alex Ross, se hacía llevar por él a caballito e impidió que lo liberaran en un intercambio de prisioneros a fin de que se quedara para seguir sirviéndole. “Era un monstruo, eso probablemente lo hace aún más interesante como personaje; se puede ser valiente y a la vez deleznable”, reflexiona el escritor.
Los ordenanzas, que acompañaban en prisión a los oficiales, era tratados por estos en Colditz con altivez y desprecio, y no se les dejaba formar parte de los planes de fuga. Eran parte de la “clase baja” de Colditz, donde se reproducía la estricta e inamovible estratificación social de la Gran Bretaña de la época. Incluso había clubes en los que no te dejaban entrar si no habías estudiado en Eton. También hubo racismo, con oficiales indios, y antisemitismo, especialmente con un grupo de oficiales franceses judíos, segregados por sus compatriotas en una especie de gueto. Colditz, recuerda Macintyre, no era una prisión sólo para británicos, y al principio convivían muchas nacionalidades.
Macintyre subraya también que en relación con el castillo debemos olvidarnos, con algunas excepciones, del estereotipo de los guardias alemanes nazis y brutales. De hecho, en su relato hasta parece que fueron muy pacientes con las burlas constantes de los prisioneros británicos y las fugas, algunas de las cuales eran realmente descerebradas, como la del teniente francés Émile Boulé, que trató de salir por la puerta disfrazado de mujer. Los alemanes respetaban la Convención de Ginebra y trataban a los oficiales presos de manera acorde a su rango; incluso llegaron a crear un museo con elementos de las fugas. Las cosas cambiaron al final de la guerra y a algunos prisioneros prominentes les fue de un pelo que no los ejecutaran las SS como venganza. Los alrededores del castillo fueron escenario de una verdadera batalla antes de su liberación por las tropas estadounidenses. El libro recoge que se elaboró un plan para liberar a los prisioneros con unidades de operaciones especiales que debía comandar ¡Patrick Leigh Fermor!
¿Cuáles son las fugas favoritas de Macintyre? ¿La del elegante oficial de caballería francés que escapó con un pañuelo de Givenchy al cuello, recorrió los 80 kilómetros finales hasta Suiza en una bicicleta sólo con las llantas y había dejado un mensaje en su celda para que le enviaran su equipaje? ¿La de Airey Neave, que trató de escapar disfrazado de soldado alemán con un uniforme casero tan mal hecho que parecía una mezcla de extra de opereta de Gilbert & Sullivan y duende verde? ¿La de Michael Sinclair, el Zorro rojo, que se caracterizó como el sargento alemán Rothenberger después de estudiarlo durante meses y fue a topar con el guardia para estupefacción de este en una escena digna de los hermanos Marx? “La del francés, Pierre Mairesse-Lebrun, me parece magnífica; huyó mientras le disparaban y lo de pedir que le enviaran la ropa, me encanta. Y los intentos fracasados son muy interesantes. Lo de los disfraces revela el amor de los británicos por el teatro”.
Sobre el otro gran nombre mítico de las fugas de prisioneros aliados, el campo Stalag Luft III, cerca de Sagan, en Silesia, cuya escapada masiva en marzo de 1944 fue llevada al cine en La gran evasión de John Sturges (1963), Macintyre matiza que “fue un episodio de gran valor épico pero también un desastre y una tragedia: de los 76 hombres que salieron por el túnel, 73 fueron apresados y de ellos a 50 los asesinaron las SS por orden de un Hitler furioso”. El escritor considera que esa fuga es recordada (aparte de por la película) por el salvajismo con que fue castigada y no porque fuera especialmente ingeniosa, sobre todo en comparación con las de Colditz. Tampoco es que el castillo tuviera un score de evasiones acorde con su leyenda: aunque el número total sigue siendo discutido, Macintyre se abona al cálculo de que un total de 32 prisioneros lograron escaparse y sólo 15 empezaron dentro del castillo. Fueron 11 británicos, 12 franceses, siete neerlandeses, un polaco y un belga, y ya no queda ninguno vivo (el último murió en 2013). Algunas fugas fueron sensacionales, como la del teniente de cazadores alpinos francés Alain Le Ray, que sólo estuvo 46 días en Colditz antes de escapar y llegar a Suiza.
Otro de los presos famosos de Colditz fue David Stirling, “el comandante fantasma”, el famoso creador del SAS, el regimiento pionero de las unidades de operaciones especiales y que calificó el castillo de “la pensión mejor custodiada del III Reich”. Stirling fue capturado en uno de sus famosos raids contra los aeródromos y bases del Afrika Korps en enero de 1943 y tras varios intentos de fuga en diversos campos fue a parar a Colditz. ¿Cómo es que no conseguía escapar ese tipo tan audaz, resuelto y escurridizo? “El problema es que era muy alto”, apunta Macintyre. Lo que nos lleva a hablar de Max Hastings, al que nadie quería a su lado cuando fue soldado y luego corresponsal de guerra, por la altura también. “Stirling era incluso más alto que Max”. El escritor recuerda que el creador del SAS tuvo un papel fundamental en Colditz ocupándose de la radio y creando una unidad de espionaje. Stirling nos lleva a hablar de la adaptación de su libro Los hombres del SAS, héroes y canallas en el cuerpo de operaciones especiales británico (Crítica, 2017). “Tuve poco control de la serie, no es historia, con su banda sonora anacrónica y algunos personajes inventados, pero me ha encantado, es un entretenimiento fantástico, ¡los Peaky Blinders en el desierto! Ahora en la segunda temporada vamos a ver a Stirling en Colditz…”.
Hace años se podía ver una réplica del planeador de Colditz, que se construyó clandestinamente en una de las buhardillas del castillo, en la planta superior del Imperial War Museum de Londres; tratar de escapar en avión, ¡qué locura!… “Sí, no estoy muy convencido de que hubiera podido llegar a volar, creo que tenía más que ver con toda la mítica del escapismo y la imaginación que con una fuga real. Era un sueño para el colectivo de prisioneros: salir volando hacia la libertad”.
El escritor apunta que hubo bastante homosexualidad en Colditz. “Fue un gran tabú, en muchos libros sobre el castillo el tema ni se menciona, pero, por supuesto, ocurrió. Hubo aventuras amorosas y grandes historias de amor homoeróticas. Sin embargo, la homosexualidad era entonces ilegal y nadie hablaba de ello. Una de las fuentes de mi libro al respecto han sido las grabaciones guardadas en el Imperial War Museum y realizadas por exprisioneros ya ancianos: el tabú se había disipado y hablan abiertamente. Algunas historias son muy conmovedoras”.
Macintyre subraya que su libro trata acerca de una historia de la Segunda Guerra Mundial, un lugar y una época concretos, pero es a la vez en cierto modo “sobre el escapar en general”. Y añade: “Todos necesitamos escapar de algo, de una relación, un trabajo, un lugar. Todos sentimos la necesidad de escapar de lo que nos ahoga. Hay muchos tipos de cautividad y no hay quien no haya experimentado alguna”.
La atmósfera un poco a lo Monty Python del Colditz clásico, con sus prisioneros y escapistas excéntricos, choca con la realidad de los campos de trabajo cercanos donde se perpetraba el exterminio de judíos por el trabajo y el hambre. “Absolutamente, y nadie hablaba de eso en Colditz, los guardias alemanes decían que era cosa de las SS; el contraste entre ambas clases de campos era abismal y obliga a relativizar mucho la historia del castillo y sus prisioneros”.
Es obligado preguntarle a Macintyre por el espionaje en la actual guerra de Ucrania. “El espionaje es hoy más importante de lo que ha sido nunca. Aunque es diferente. Tiene más que ver con la cibertecnología y con desentrañar redes de inteligencia. Nos hemos enterado de que al principio de la invasión, la CIA revelaba información en tiempo real de los movimientos rusos. Había alguien en el círculo más estrecho de Putin, alguien muy valiente. Ese es el libro que me gustaría escribir”. El autor añade que al parecer la mortalidad de generales rusos ha tenido que ver con el descifrado de sus teléfonos personales y la localización de los militares cuando llamaban a casa.
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