Los ritos orientales del amor y la escritura
Con su bellísimo relato La historia de Genji, la dama japonesa Murasaki Shikibu se adelantó en varios siglos a los escritores occidentales, y fijó los rasgos de una cultura en la que se mezclan el extremo refinamiento y una elaborada crueldad.
ES posible que el encanto de Oriente sólo sea un fenómeno de distancia. Una mediación cultural inconstante, sobre todo literaria. Un contacto impalpable; lecturas ocasionales, imágenes ocasionales de máscaras blancas como harina. Incomprensión, curiosidad, atracción y lejanía. Inflexiones guturales del idioma, el estereotipo de un gong, pequeñas pisadas en el talco. Y esa abundancia -o esa insistencia- de pétalos cuidadosamente sueltos, de la mención del rocío vinculada a esos pétalos. La palabra Japón, su concluyente importancia fonética. Datos de un puzzle, no mucho más. Después de todo, jamás estuve en el lejano Oriente, de manera que mis impresiones son inverificables. Pero creo que tienen colores, o quizá el eco de unos colores, y los que predominan, de cualquier modo, son el ámbar pálido, el malva y el verde sauce. A veces, con imperiosa presencia, un rojo sangre tirando a bermejo.
Pero he ahí a las cortesanas del siglo décimo en los palacios de Heian Kyo. Y cientos de años más tarde, las ilustraciones eróticas de Utamaro Utagawa, fusión insolente de sustanciales detalles y grotescos alardes. Utamaro, uno de los "disolutos" maestros del Ukiyo-e, o sea del Mundo Flotante. Como un sacramento, el sexo rivaliza en Japón con el sexo en la India, donde es igualmente sagrado. La palabra sutra a caballo entre las dos culturas.
En la órbita de las incitaciones: una bella mujer de piel blanca -amarilla, pero extraordinariamente blanca-, y el hermoso cabello azabache como fuerte contraste sobre la espalda desnuda. Ella se impone como una sugestión entre las líneas de La historia de Genji, la novela escrita por la dama Murasaki Shikibu, cortesana y mujer de letras. Añadamos a esa evocación el film de Greenaway Escrito en el cuerpo, cuyas fuentes están en The Pillow-Book of Sei-Shonagon, pero ya impregnadas de una voluptuosidad brusca, ultramoderna, nerviosamente comercial, nocturna, impulsada por la vertiginosa elegancia de las pasarelas de moda y por su liviandad sin rastros, llena de guiños que parecen slogans del tipo "las posibilidades son infinitas". Una crueldad fría, demasiado oriental según la imagina Occidente. La película de Greenaway quizás sea demasiado batakusai, una palabra que los japoneses utilizan para designar a sus compatriotas occidentalizados, que quiere decir -según el escritor Ian Buruma- "el que huele a manteca" y que alude al hecho de que japoneses y chinos rara vez o casi nunca consumen productos lácteos. Pero entonces, Greenaway sería un batakusai británico, y no sé si la aplicación tendría sentido. Pero supongamos que sí.
El mundo ya milenario de las cortesanas letradas proponía un gusto extremo por el detalle acabado, por el rigor en el comportamiento y por el despliegue de la sensualidad como si se tratara de un rito. O mejor dicho, como si se tratara del rito que en efecto era.
El hechizo de una flor
Una vez más en la órbita de las insinuaciones. Oriente se exhibe de manera oblicua. Una vez más su incidencia en la memoria configura un hechizo, que en realidad son dos y de igual especie. Pero el primero, que anticipaba al segundo, fue evidente y escénico con el esmerado acierto de la casi promesa jamás cumplida, idéntica a la ola que sólo avanza para retroceder. El lugar: barrio chino de San Francisco en la primavera de 1970. La escena: un restaurant costoso al que fui invitado. En la recepción una belleza envuelta en lamé me detiene y me ofrece una corbata de seda porque llevo una camisa abierta y el lugar exige formalidades mínimas. Sus manos finas y pequeñas casi se posan en mi pecho. El perfume es discreto y fresco como el de una flor amanecida, y ella misma se acerca y me anuda la corbata, entonces paso al salón y ya no vuelvo a verla. Ni siquiera cuando abandono el lugar dos horas más tarde. Y me pregunto quién era. Una diestra maiko (¿china, vietnamita, camboyana...?) educada para seducir con su discreto servicio, totalmente fugaz, totalmente leve, sólo destinada a mostrarse durante un breve instante y vivir para siempre en la memoria como una sonrisa y una forma perfecta.
La segunda escena también tiene lugar en un restaurant chino, pero en Buenos Aires y años más tarde. Comíamos un plato tradicional a base de arroz y pescado y la iluminación era penumbrosa y rojiza, como suele serlo en los atardeceres avanzados, cuando la luz penetra nubes de tormenta y se difunde hacia abajo como dentro de una gruta. Las paredes laqueadas contribuían a acentuar esos tonos. Y había silencio, producido sobre todo por el rumor apagado de las conversaciones y el deslizamiento discreto de las camareras, a las que llamábamos igualmente maikos .
No lejos de nuestra mesa, dos biombos paisajísticos separaban el salón del área de servicio, y sólo se podía distinguir una zona iluminada por una lámpara baja apoyada en un mueble de madera amarilla. En cierto momento, que sólo duró un par de segundos, atravesó esa claridad naranja una muchacha china, bella, ligera y con sus pechos blancos totalmente desnudos. Fugitiva e insustancial, jamás volvimos a verla.
Hace mil años, en Kioto, la dama Murasaki, refiriéndose al súbito flechazo que produce en el corazón del prícipe Genji una hermosa criatura apenas entrevista, y a la que le es negado acceder, escribe: "Anoche, si bien en la penumbra creciente del ocaso, vi la flor amada. Pero hoy, una odiosa bruma la ocultó totalmente de mi vista".
El misterio recurrente, la ola que llega a la playa donde crecen los jóvenes juncos pero jamás los alcanza.
La Ciudad de la Paz
Kioto se llamaba entonces Heian Kyo, o sea Ciudad de la Paz y de la Tranquilidad, capital de un imperio severo, regulado bajo los designios espirituales del budismo zen. Eran los tiempos de la dinastía Heian, edad de ilimitada paz e infisurable poderío, y esa dinastía duró trescientos ochenta años, casi cuatro siglos de selectivo bienestar, refinamiento y cultura. Casi cuatro siglos sin invasiones ni guerras notables, dedicados exclusivamente al arte, a la religión meditada, a la política y a los sentidos. No se sabe de una "decadencia" más prolongada y armoniosa. Luego, con la fuerza de una tormenta inesperada, se desencadenó el horror y sólo hubo guerras y tormentos durante siglos. El chiaroscuro malva del placer fue desplazado por el chiaroscuro negro de la crueldad. Y desde luego, aquella literatura cayó en el olvido.
El erotismo de un pincel
Pero La historia de Genji , en la versión inglesa de Arthur Waley, con sus mil ciento treinta páginas de líneas apretadas y letra chica es un tesoro que atraviesa las edades. Murasaki, de cuya vida sabemos muy poco, es como Proust. Y hasta es posible que más satisfactoria en un grado de libertad y delicadeza que desconoce el pathos moderno de la neurosis, tan decisiva en Proust y por momentos casi exasperante. En Murasaki no hay melindres ni ocultamientos clínicos. La complejidad espiritual de los caracteres en la corte de Kioto, la discreción cultural, el delicado equilibrio basado en la cortesía extrema, no eluden la licencia amorosa, y la "lubricidad", bajo el imperio de esos esmerados controles, casi no admite ese nombre.
Se dice que es ésta la primera gran novela del mundo. Ni los chinos habían logrado algo semejante. Y China es el ideal de Japón. China, como Grecia para Roma, es el principio, la primera letra. Su idioma es venerado, su caligrafía cuidadosamente aprendida, imitada y vedada a las mujeres. Las mujeres se ven reducidas a escribir en japonés, y ese confinamiento las vuelve escritoras y poetas talentosas. Murasaki es una de ellas; Sei-Shonagon, otra. Ambas dominan las artes combinadas del amor y la escritura. Una escritura -es preciso insistir- que se traza con pinceles embebidos en tinta china y se colorea al agua. Claude Roy, hablando de la escritura china y por extensión de la japonesa, recuerda que un ideograma es una metáfora plástica que proclama o murmura su origen, o palabras que al decir lo que dicen imaginan al mismo tiempo su etimología. En fin, arte doble pero de significación única y sentido múltiple.
Curiosas mujeres -es una pena que la fotografía tardara tanto en inventarse-, ambas cultivaron la susurrante estrategia de la intriga y disfrutaron seguramente de sus resultados; las dos veneraban al Emperador y a la Emperatriz, y las dos quizás compartieran amantes nocturnos a quienes ni siquiera sabrían reconocer a la luz del día. Pero mientras que Murasaki es discreta, velada, Sei-Shonagon prefiere exhibirse como una diva. Murasaki, no cabe duda, es una artista más completa. Su novela, apoyada en un equilibrio narrativo que sólo corresponde a la alta madurez del oficio, se destaca por la consistencia de un estilo acuñado en el ejercicio de la poesía. Por contraste, La historia de Genji reduce a intentos precarios todo lo que en materia literaria estaba haciendo Europa en la misma época. Faltaban todavía tres siglos para que Dante escribiera La divina comedia.
Por su lado, Sei-Shonagon lleva un diario de gossips y relatos circunstanciales, una especie de crónica cortesana destinada a un resgistro privado. Su talento se manifiesta en la observación penetrante, en el infalible conocimiento de las conveniencias y tratamientos sociales. Su estilo exhibe un modelo prosódico seco y altamente categórico. Se explaya en el catálogo de vicios y virtudes, enumera montañas, lagos, sentimientos, actitudes. Señala con extrema pericia e inequívoco gusto la eficacia de un color sobre otro en la circunstancia debida, o detalla el encanto nocturno de un rostro que no tolera fácilmente la claridad del día.
A Sei-Shonagon la describen hermosa y elegante hasta los cuarenta años, edad un tanto avanzada para una mujer de entonces. Un disfavor real, quizá el producto de una intriga que alguien aprovechó en su contra, la alejó un día de la corte y ya nadie supo más nada de ella. Se desvaneció para dejar su obra, ese único libro de notas personales, diario de cabecera (o de almohada, su pillow-book) ,y el libro llegó hasta nosotros como el hálito de su propio perfume.
Como dije, una mediación cultural, literaria, un contacto impalpable.
Por Rodolfo Rabanal
Para La Nacion - Buenos Aires, 1998
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