Los que no festejaron la caída del Muro
El mundo entero vio la caída del Muro de Berlín por la televisión. Nuestra cabeza está repleta de escenas del 9 de noviembre de 1989: alemanes rompiendo el Muro a martillazos, tomando champagne, cruzando las fronteras entre Este y Oeste en Travis y a pie, abrazándose, llorando de alegría, reuniéndose después de años de no verse. Tenemos la imagen de una gran fiesta que ponía fin a un país dividido en dos, a la falta de libertad de expresión, de tránsito, al control y la opresión de un modelo sin lugar a crítica, de un partido sin oposición. Pero no todos vivieron esa fiesta.
Con la excusa de hacer un proyecto para el teatro Gorki de Berlín, pude entrevistar a alemanes del Este que vieron la caída del Muro con miedo, con perplejidad, sin saber qué hacer ni qué pensar. Estas personas no estuvieron en la calle, no festejaron, ni tomaron champagne. Ellos también miraron la televisión en sus casas esa noche o al día siguiente y supieron que el mundo tal como lo conocían ya no existía más.
Mónica era una intérprete simultánea y ferviente comunista que estaba traduciendo en la conferencia de prensa en la que se anunció la apertura de las fronteras y cuando escuchó que se podía cruzar al otro lado, no supo qué traducir. Jochen era un obrero metalúrgico que escribía libros sobre cómo mejorar la economía comunista. Cuando vio la televisión esa noche se puso a llorar: ya no tendría trabajo en la fábrica ni razones para seguir escribiendo. Kadrye era una joven turca que había luchado contra la dictadura en su país y se había exiliado en Berlín Este en los años ochenta. Cuando supo que la República Democrática Alemana (RDA) había llegado a su fin tuvo mucho miedo; ahora ya no tenía dónde ir. Clemens era un joven que estudiaba para ser piloto de aviones y el 9 de noviembre no se enteró de la caída del Muro. Al otro día, supo lo que había pasado porque sus profesores de la escuela militar se habían ido al Oeste y ya nunca podría conducir un avión.
Todos ellos creían en el socialismo, pensaban que la RDA podía cambiar, ser más abierta, más justa, pero que no querían que el ideal del comunismo se disolviera. No eran ingenuos, ni necios, ni formaban parte de la elite de la clase política, eran hombres y mujeres que eran críticos del sistema, cada uno a su manera. En los 90 algunos de ellos tuvieron que reinventarse: la traductora siguió trabajando para el gobierno traduciendo las charlas de la reunificación, la joven turca armó una ONG por los derechos de los extranjeros, el piloto se unió al movimiento anarquista y ocupó edificios que habían quedado vacíos en los barrios del Este (todos se habían ido al Oeste). Otros ya eran demasiado viejos para volver a empezar. Cuando le pregunto al ex piloto si él se siente un ossi, una manera medio despectiva de llamar a los que crecieron en el Este, él me responde que sí pero me aclara: los ossi siempre somos vistos como opresores o víctimas pero yo no me siento ninguno de los dos; soy alguien que tuvo el privilegio de haber vivido dos vidas: una en el comunismo y otra en el capitalismo.
La autora es escritora, dramaturga y directora de teatro