Los ojos de Carmy Berzatto
Estoy en problemas. Tenía este texto perfectamente delineado en mi cabeza. Iba a escribir sobre El Oso (no se preocupe, no cometeré el pecado del spoiler) y especialmente acerca de su protagonista, Jeremy Allen White. Y de las odiseas humanas que se cuentan en esa serie, con la excusa menor de la gastronomía. Pero acabo de ver otro capítulo y mi certeza trastabilla; ahora solo quiero hablar de otra figura del elenco, Jamie Lee Curtis. En fin. Si llegó hasta acá, y si gusta de esas ficciones que interpelan, acompáñeme. A algún puerto llegaremos.
Esto empezó así: hace unos días, le pregunté a uno de mis colegas de Espectáculos con enorme expertise qué opinaba de la flamante temporada, que estrenó este mes en nuestro país y que él ya había visto por anticipado. “¿Es buena?”, cuestioné. Su respuesta fue lo peor que podría haber escuchado: “Mirá”, me contestó. “Ya no sé si es buena. Es adictiva”.
Así las cosas, llegué a casa esa noche y lo primero que hice, incluso cuando en la vida real me irritan el esnobismo culinario y los foodies, fue sumergirme una vez más en ese submundo agitado que es la palpitante trastienda del restaurante -ahora de categoría- comandado por Carmen “Carmy” Berzatto, a quien podemos definir rápidamente como el chef más melancólico de la historia.
Me importan menos que cero las tensiones del oficio, la posición milimétrica de las copas sobre los manteles impolutos, la obsesión por el servicio y los ampulosos nombres de los platos, del braciole a la crème fraîche. Lo único que me conmueve episodio tras episodio es el alma insondable de Carmy, ese grandioso papel que Allen White construye hace dos años cada vez con más maestría (por algo arrasó en la última temporada de premios) como un niño escondido tras la fortaleza de unos brazos bañados en tinta de tatuajes, que solo funciona aturdido en el frenesí de una cocina que lo apasiona y, a su vez, lo condena.
Sí, la serie tiene grandes aciertos: una estética impecable, la incorporación de Chicago -sus paisajes urbanos, su clima y su gente- como un personaje más de la trama, la musicalización pegadiza, con temas reconocibles para varias generaciones gracias a la imperecedera magia de los Rolling Stones, Van Morrison, Carole King, Radiohead y los Beastie Boys, entre otros. Pero nada de eso sería importante sin el trasfondo indecible de su protagonista.
Carmy fuma y deja de fumar con la misma compulsión. Es insomne, tiene úlceras y ataques de pánico, no puede sostener una pareja, quiere estar “en paz con todo”, dice, mientras vive atormentado por un perfeccionismo que lo aniquila, por el fantasma de un hermano mayor que no pudo tomarse las cosas con calma, por un padre ausente y por una madre alcohólica, tumultuosa y tóxica -aquí entra Jamie Lee Curtis, grandiosa en ese rol-, pero que es, en el fondo, humana.
Mi colega tiene razón. Es mezquino hablar de ésta en términos de una “buena” ficción. El Oso es atrapante. Y más aún, es una cabal obra de nuestros tiempos, con la mostración del vértigo al que se resignan sus personajes, la penosa sensación de que nunca es suficiente, el miedo al amor, las tinieblas del maltrato familiar y laboral y la brillante contracara de la empatía, que aparece a veces de parte de los menos pensados (aquello de Tennessee Williams y su “amabilidad de los extraños”).
Pero una y otra vez todo habita en ese chef de mirada perdida, absorto en sus tempestades, que está constantemente pendiente del teléfono pero es incapaz de atenderlo cuando se trata de “una de esas” llamadas clave. Son esos ojos al borde del precipicio de las lágrimas los que resumen la hondura de esta serie y su lazo con el hoy. Es eso los que nos retiene; son los ojos de de Carmy Berzatto/Jeremy Allen White. Y Jamie Lee Curtis, claro, con la sinceridad de su piel marcada por el tiempo. Sí, también Jamie Lee. Una de las grandes.