Los nietos de Ernesto Sabato recuerdan al autor de “El túnel” a diez años de su muerte
La familia prefiere celebrar su nacimiento, como se hacía siempre en la casa de Ernesto y Matilde; dos de sus nietos mantienen viva la memoria del escritor con visitas guiadas y muestras de arte
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“Era un abuelo muy presente. Siempre tuvimos una relación muy especial. No lo debería decir, pero yo era la preferida”, cuenta Luciana Sabato, con un guiño cómplice. Arquitecta y docente, la mayor de los cuatro hijos de Mario se instaló a los 18 años en la casa de Ernesto y Matilde en Santos Lugares para desplegar el tablero y dibujar planos y bocetos en esa galería soñada, con luz solar y muchas plantas. La misma decisión tomó, a los 20, su hermano Guido, que es músico y necesitaba un lugar aislado para ensayar. El escritor lo invitó a copar el sótano con sus instrumentos. En 2014, tres años después de la muerte de Sabato, Luciana y Guido cumplieron un deseo (un pedido) de su abuelo: convertir la casa en un museo vivo y abrir las puertas para recibir al público.
Este viernes 30 se cumple una década de la partida del autor de Sobre héroes y tumbas. Pero su familia prefiere, desde siempre, celebrar sus cumpleaños. Luciana todavía se emociona cuando recuerda que todos los 24 de junio la abuela Matilde hacía toneladas de pastelitos de batata y membrillo, que ella ayudaba a preparar, y una olla enorme de chocolate caliente para compartir entre los invitados. Santos Lugares era una fiesta: vecinos, familiares, colegas y hasta personajes ilustres como Mercedes Sosa, Raúl Alfonsín y Juan Falú participaban de los festejos.
“Yo lo recuerdo todos los sábados cuando hago las visitas guiadas y tengo que contar su historia. Así que siempre está presente. La idea de que la casa fuera museo fue de él. Lo dice en Antes del fin, que publicó a los 86. Y dejó su voluntad por escrito. Me perseguía para que le firmara una esquela que decía ‘la casa va a ser museo cuando yo no esté más’. También me hizo firmar otra carta que decía que siempre iba a usar el apellido Sabato. Algunos pueden pensar que es una carga, pero para mí siempre fue un orgullo”, dice Luciana.
“¿Por qué no recordamos la muerte? Porque ese día me recuerda que tuve que ocuparme de cosas fuertes como comprar el ataúd, organizar el velorio, que mi papá estuviera de pie. Yo me hice cargo de toda la organización. En cambio, de los cumpleaños me acuerdo con felicidad. Ese día se abrían las puertas de la casa y venía gente de todas partes a saludarlo. Tengo videos de Mercedes Sosa cantándole a mi abuelo. Siempre fue así, desde que yo me acuerdo. A mi abuela le encantaba festejar los cumpleaños”.
Desde que Sabato murió, el cumpleaños (había nacido en la localidad de Rojas en 1911) se recuerda en la intimidad de la familia. En 2016, cuando el museo ya funcionaba, hubo un festival de música, arte y literatura.
Los recuerdos de los nietos vienen de la primera infancia porque Ernesto y Matilde ejercieron de abuelos con mucha dedicación y cariño. “Cuando yo era chiquita, él me pasaba a buscar por Belgrano para ir a una confitería en Cabildo y Juramento. Yo tenía cinco años y lo esperaba todas las semanas con un vestido especial para la ocasión”, recuerda Luciana, a los 51. Iban solos a merendar. Sabato no le pedía chocolatada ni submarino: los dos tomaban café exprés.
Aunque hay una imagen pública del escritor como taciturno y gruñón, con los nietos era muy demostrativo. “Mi abuela también fue una persona excepcional: era periodista, tuvo una galería de arte. La recuerdo sentada en su escritorio escribiendo. Se ocupaba de nosotros, nos hacía vestidos iguales a las nietas. Nos llevaba a Once a comprar telas y después nos daba retazos para que hiciéramos vestidos para las muñecas. Los dos potenciaban mucho el juego. El me compró una bicicleta, que está en el museo, y me enseñó a andar. Me llevaba a una plaza, que también tenía columpios porque a mí me gustaba hacer ‘cosas de circo’, como decía él”, agrega la arquitecta que, por esas cosas del destino, ahora vive en Santos Lugares.
“Todos los viernes, los nietos íbamos a dormir a la casa. Era fijo. Muchas veces yo me quedaba hasta el domingo. De más grande, mi abuelo me llevaba a galerías de arte y a ver exposiciones. Cuando me recibí de arquitecta, él me entregó el título y fue a hablar a la facultad. También me llevó a Europa, lo acompañé a un congreso. Y se ponía celoso cuando iba a ver a mi otra abuela”, completa Luciana, que leía La isla del tesoro, de Stevenson, junto con Sabato cuando se quedaba a dormir todo el fin de semana. “Siempre me dio libros. Hizo una colección que se llamaba Viaje a los mundos imaginarios, con cuentos para adolescentes. Yo los había leído antes porque él me los pasaba. Nos inculcó siempre la costumbre de leer y amor por la música. Nos daba para escuchar Romance de la muerte de Juan Lavalle, donde él relataba, Juan Falú tocaba la guitarra y Mercedes Sosa cantaba. Y, claro, también tenía sus cosas: por ejemplo, a mí me encantaba García Márquez, pero lo leía a escondidas para que no me viera leyendo porque no le gustaba”.
Como lectora de la obra de Sabato, Luciana siguió el consejo de su abuelo: “El me dijo que esperara hasta los 18 años para leer El túnel y así fue. Después leí Sobre héroes y tumbas y sus ensayos. Cuando empecé con las visitas guiadas hace unos años releí toda su obra y biografías para tener una base más sólida para las charlas con el público”.
Entre los visitantes, hay de todo: están los que son fanáticos y quieren ver dónde escribía, dónde pintaba, qué objetos se conservan de su escritorio. A otros les fascina el jardín que cuidaba Matilde y les intriga su historia: “Siempre atrás de él, corrigiéndole los escritos, ayudándolo a que escriba y publique, todo de lo que ella se ocupó. Yo cuento esa historia especialmente para reivindicar su figura. Y revelo un detalle: si uno lee todos sus libros va a notar una diferencia entre, por ejemplo, Sobre héroes y tumbas y Abaddón el exterminador, con La resistencia, que publicó cuando ya no estaba Matilde. Es otro estilo, nada que ver”, resalta Luciana que, entre otras tareas, se encargó de la puesta en valor de la casa.
En la biblioteca, con más de seis mil volúmenes aun sin catalogar, conviven géneros y autores variados en un orden completamente arbitrario creado por el propio escritor: ni alfabético ni temático sino con un criterio único que todavía intentan descifrar. Hay libros de matemática, física, esoterismo, magia, historia, psicología (“Le gustaba mucho Jung”, dice la nieta), costumbres, religiones, poesía, enciclopedias. En un sector están sus libros en ediciones en distintos idiomas que fue traducida a setenta lenguas. En otro están los clásicos, entre ellos, los rusos, que adoraba el dueño de casa. Entre las joyas está la primera edición de La invención de Morel, dedicada por Adolfo Bioy Casares. En el cuarto donde está el escritorio de Matilde hay poesía (le fascinaba Alejandra Pizarnik) y libros en francés, de autoras que admiraba como Marguerite Yourcenar.
Guido también se ocupa de las visitas guiadas, que se interrumpieron por un tiempo por la pandemia y luego se retomaron con reservas, cupo y protocolos. En sus charlas con el público, destaca la relación entre Sabato y la ciencia. También, la historia detrás de la casa de Santos Lugares. “Es especial porque era del productor Federico Valle, pionero del cine nacional, que se las alquiló Ernesto y Matilde en 1946, con el dueño adentro. En el contrato decía que se las alquilaba pero que él iba a vivir en el sótano. Convivieron alrededor de catorce años. Cuando alguien llamaba por teléfono se pasaban el aparato por una especie de compuerta que hay en el piso. Siempre contaban como anécdota que salía un brazo con el teléfono. Ese sótano, que está a la espera de restauración en algún momento en que tengamos fondos, les sirvió de refugio en la época de la investigación para el Nunca Más, de la Conadep, ya que recibían amenazas todos los días”.
Es el mismo sótano donde se instaló el músico, que hoy tiene 46 años, en 1995: “Viví con mis abuelos durante dos años. Durante la convivencia pude conocerlos más allá de las reuniones familiares”, contó a LA NACION. “A veces, él bajaba al sótano donde estaban mis instrumentos y me pedía que tocara algo. Yo en esa época cantaba muy agudo y me criticaba: me decía que no entendía por qué cantaba como Spinetta si mi voz es más grave”.
Según confiesa Guido, “el abuelo Ernesto era una persona que a veces se iba hacia las profundidades. A la tarde entraba a su estudio, donde escribía y leía, y lo dejaba a oscuras para que se apagara el ambiente naturalmente y él también se iba apagando. Yo entraba para animarlo y me decía: ‘Si supieras lo que es la vida’. Yo no sabía, claro, porque tenía veinte años”. Con el tiempo, Guido entendió que “ese viaje por las profundidades existenciales era para poder, luego, salir a flote con toda su vitalidad”.
Como a Sabato le faltaban menos de dos meses para cumplir cien años cuando murió, Guido incluye hechos de la historia del siglo XX en sus visitas guiadas. “Destaco que muchas de sus decisiones tuvieron que ver con el contexto sociopolítico del momento: su relación con el comunismo, su paso por la ciencia, el trabajo en laboratorios científicos con experimentos de fusión y fisión atómica, sus primeros ensayos, el vuelco a la literatura, cuando conoce a Borges y a las hermanas Ocampo, sus inicios en la revista Sur, la publicación de El túnel. Luego, la pelea con Borges a causa del peronismo y sus denuncias contra la llamada Revolución Libertadora. Más tarde, su trabajo con la Conadep y todo lo que significó eso para el país. Para terminar con lo que había sido su primera pasión y que luego retomó: la pintura. Pintar lo hacía feliz. Más allá de que sus cuadros son bastante oscuros, la pintura no lo hacía sufrir tanto como la literatura. Era un placer para él”. El recorrido está acompañado por videos en los que aparece la imagen y la voz de Sabato comentando algo sobre la casa y su historia.
En el “jardín salvaje”, que entre sus once árboles añosos tiene una bellísima magnolia y una enorme araucaria, Luciana y Guido organizan muestras de arte al aire libre para darle vida a la casa y que no parezca un mausoleo, como Ernesto quería. “Tratamos de que quede una llama encendida, aunque sea pequeña”, coinciden.
“Más allá de la literatura que llegó a todos los rincones del planeta (tenemos una traducción al kurdo de Sobre héroes y tumbas), a mí me enorgullecen sus convicciones y su incomodidad con el poder. Y lo que le costó todo eso desde lo emocional”, completa el músico que, entre otros proyectos, lleva adelante una escuela de música para chicos en el barrio Fuerte Apache.
Una anécdota rescatada por Guido describe a los Sabato sin metáforas: “Yo envidiaba a las familias que hablaban de cosas triviales; en la mía siempre se hablaba de política internacional, filosofía, política. La familia Sabato es calabresa y sigue una tradición arcaica: entre los hombres, las cuestiones más íntimas y emocionales se transmiten por carta. Así fue con mi abuelo y siguió con mi padre. Durante la convivencia nos agarrábamos bastante con Ernesto, entonces después venía una ‘charla’ por carta. Una vez me echó de la casa porque yo repetí lo que había dicho una profesora de historia, que el anarquismo era la destrucción del Estado. Para él, que ya entonces se autodenominaba anarquista cristiano, ese comentario fue superficial y panfletario. Entonces, me dijo: ‘Te vas de esta casa inmediatamente’. Yo tenía doce años”.
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