Los mil y un rostros de Flavia Da Rin
Lizica Codreanu se llamaba la bailarina rumana que posó repetidas veces para la cámara de Constantin Brancusi en París, a comienzos de la década de 1920, con trajes diseñados por el artista para un ballet de Erik Satie. Casi un siglo después, la actitud con la que lucía aquellos extravagantes sombreros cónicos despertó la curiosidad de una joven argentina. Y se reavivó de inmediato la llama creativa.
Aquellas imágenes descubiertas por Flavia Da Rin en una muestra inspiraron una de sus series más logradas, Terpsícore entreguerras (2014), interpretación que "produjo un cambio radical en su trabajo". Así lo asegura Laura Hakel, curadora de la primera retrospectiva de la artista, que se inaugurará en los próximos días en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires.
"En el aspecto formal, el color desapareció, se redujeron los tamaños y montó sus obras con passepartout y marcos propios del lenguaje del archivo fotográfico –observa Hakel–. Pero, fundamentalmente, su mirada se desplazó del presente y de los modelos de consumo contemporáneos y se enfocó por primera vez en el pasado: la fotografía documental moderna que registró el trabajo de coreógrafas y bailarinas que revolucionaron el lenguaje del movimiento corporal en las primeras décadas del siglo XX".
Con este homenaje exhibido hace un lustro en Ruth Benzacar, Da Rin se adelantó a la ola de rescate de mujeres que quedaron en la periferia de los relatos canónicos de la historia del arte. Pero no era la primera vez que demostraba una aguda sintonía con el espíritu de su tiempo.
Más de una década antes de que modelos virtuales como Noonoouri se convirtieran en influencers para marcas de lujo, con cientos de miles de seguidores en Instagram, la joven porteña apelaba en forma casera al Photoshop para transformar su rostro en múltiples versiones de personajes de ojos grandes, evocadores del manga.
Las dotes actorales de esta artista formada con Diana Aisenberg y Guillermo Kuitca para encarnar estereotipos con humor y su habilidad para transmitir un amplio rango de emociones la convirtieron en una suerte de Cindy Sherman criolla.
La omnipresencia en fotografías posproducidas y la compulsión por el cambio de identidad presagiaron otros síntomas de época, confirmados por el boom de las selfies y el cuestionamiento de las categorías de género.
"En cada cambio de piel –señala Hakel–, Da Rin construye un juego donde la subjetividad se despliega transformada en una imagen que transporta deseos y fantasías, y donde se renuevan las licencias de lo que se puede ser".
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