Los libros de la Gran Guerra
Cantidad de novelas, crónicas y ensayos nacieron del dolor de las trincheras; en el centenario del primer conflicto bélico mundial, la vigencia de obras fundamentales, que vuelven a editarse
El escritor Ivo Andric afirmó en Un puente sobre el Drina que el verano de 1914 fue "un período situado en el límite de dos épocas de la historia de la humanidad". En más de un ensayo, Virginia Woolf localizó en la misma fecha la frontera entre el pasado y lo contemporáneo. "La razón murió en 1914 –escribió Louis-Ferdinand Céline en Norte–, desde entonces es el fin, todo anda mal." Arnold Hauser propuso que el siglo XX había empezado en 1914, mientras que para Eric Hobsbawn aquel año marcó el inicio de la "era de las catástrofes", prolongada hasta 1991.
No caben dudas, a estas alturas, del poderoso simbolismo de 1914, principalmente a causa de las mutaciones causadas por la Primera Guerra Mundial, que marcó un corte drástico en el mapa político y en el imaginario de lo bélico, y que dejó más de diez millones de muertos entre civiles y soldados.
La hipótesis de muchos estudiosos de las vanguardias de inicios del siglo XX es que la "vitalidad" del arte nuevo anticipaba el belicismo por el que se pronunció buena parte de los artistas tan pronto como se desató la contienda. Se trata menos de quienes fueron entonces pacifistas (Hermann Hesse, George Bernard Shaw) que de quienes, a grandes rasgos (por vocación o fatalidad), se acercaron al "militarismo". No es casual, según esta perspectiva, que Marinetti en su manifiesto futurista escribiera: "Queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, el paso gimnástico, el salto peligroso, la bofetada y el puñetazo", ni que en muchos cuadros que el expresionista Ludwig Meidner pintó entre 1912 y 1913 se anticipara un paisaje de ciudades destruidas y bombardeadas.
Bajo el influjo del combate
Civilisation (Civilización, 1918) de Georges Duhamel, The Secret Battle (La batalla secreta, 1919) de A. P. Herbert, Las aventuras del buen soldado Švejk (1920-1923) de Jaroslav Hašek, Tres soldados (1921) de John Dos Passos, El bosque de los ahorcados (1922) de Liviu Rebreanu, ¡Viva Caporetto! (1921-1923) de Curzio Malaparte, La paga del soldado (1926) de William Faulkner, El final del desfile (1924-1928), de Ford Madox Ford, Adiós a todo eso (1929) de Robert Graves, La muerte del héroe (1929) de Richard Aldington, Johnny cogió su fusil (1939) de Dalton Trumbo son solamente algunas de las muchas obras literarias que nacieron bajo el influjo de la también llamada Gran Guerra.
El efecto fue tan potente que incluso personajes ya existentes fueron llevados a la línea de combate, como en el caso de Tarzán (Tarzan the Untamed, 1919) o del relato "His Last Bow" que Conan Doyle publicó a fines de 1917 y en el que Sherlock Holmes se las veía con un agente alemán apellidado Von Bork.
De las numerosas novelas escritas como respuesta al conflicto, una de las primeras y más influyentes fue, sin duda alguna, El fuego (1916) del francés Henri Barbusse, que obtuvo el premio Goncourt y llegó a traducirse a más de veinte idiomas. Barbusse tenía 41 años y ya había publicado El infierno, otra de sus obras maestras, cuando se alistó voluntariamente. A pesar de su mala condición física, llegó a guerrear hasta fines de 1915. El fuego muestra el extraordinario poder evocativo de Barbusse, que describe así a un "batallón mutilado" tras varios días en las primeras líneas:
Los uniformes de estos supervivientes han quedado uniformemente amarillentos por la tierra; se diría que van vestidos de caqui. La tela está rígida por el barro ocre que se ha secado encima; los faldones de los capotes son como láminas de plancha que golpean la corteza amarilla que recubre sus rodillas. Los rostros están demacrados, tiznados de carbón, y los ojos aparecen vacíos y febriles.
Best-seller internacional
Inspirado en El fuego, el gran best-seller mundial de la Gran Guerra fue Sin novedad en el frente de Erich-Maria Remarque, seudónimo del alemán Erich Paul Remark.
La novela de Remarque fue la obra más destacada (o, al menos, la más visible) de un boom de libros consagrados a la guerra que salieron a la luz entre fines de los años 20 y principios de los 30, entre ellos Undertones of War (1928) de Edmund Blunden, El soldado Subren (1928) de Georg von der Vring o Testament of Youth (1933) de Vera Brittain, todos marcados por el "desencanto" y la certeza de que una generación había sido sacrificada, muchos de ellos (una de las características salientes de estos libros de la guerra) mezclando con gran libertad recuerdos personales, ficción y reflexión.
El estreno de la adaptación al cine de Sin novedad en el frente, en 1930, fue interrumpido en Alemania por grupos nazis. El libro fue quemado en el auto de fe de 1933. Un año antes, Remarque se había exiliado en Suiza.
Otras voces
Publicada meses después del libro de Remarque, la novela Parte de guerra (1930) de Edlef Köppen fue vista como una obra "antialemana" durante el nazismo, el mismo régimen que cerró en 1933 el museo contra la guerra (fundado en 1924 por Ernst Friedrich), buscó borrar los rastros del pacifismo y les quitó la nacionalidad alemana a escritores como Fritz von Unruh, quien en Camino del sacrificio reflejaba su experiencia pesadillesca en Verdún, la que Maurice Genevoix bautizó "batalla símbolo de toda la guerra".
La de Köppen es una de las tantas obras literarias que en los últimos años se han reeditado o rescatado en Europa al influjo del centenario de la guerra. En la larga lista se destacan El miedo de Gabriel Chevallier (historia de un soldado raso que no desea combatir), Hombres en guerra del húngaro Andreas Latzko (una de las novelas que, frente a la guerra, enarbola la bandera de la revolución internacionalista), el ciclo La rueda roja del ruso Alexander Solyenitzin (especialmente Agosto 1914, basada en la cruenta batalla de Tannenberg), Guerra del 15 del italiano Giani Stuparich o la asombrosa Compañía K, de William March, conformada por más de cien viñetas, cada una de ellas narrada en primera persona por un soldado de la compañía, que evoca determinado episodio bélico.
Todo esto sin hablar de los libros del "fondo" que narran la retaguardia civil: Les saisons du vent. Journal août 1914 - mai 1915 de Marie Escholier, ficciones como Mr. Britling Sees It Through (El señor Britling lo ve claro) de H. G. Wells, que muestran cómo muchos intelectuales (entre ellos, el propio autor) pasaron de un primer impulso patriótico a la apreciación crítica. Incluso novelas como Le grand troupeau (El gran rebaño, 1931) de Jean Giono –lamentablemente no traducida al castellano– que alternan capítulos consagrados a la guerra que libra un joven recluta (es conmovedora la escena en la que muere un camarada entre sus brazos) con capítulos enfocados en la incertidumbre de su esposa, su hermana y su anciano padre, uno de los pocos hombres que quedaron en el pueblo.
Detalles
- Miles de peces muertos en el río Moselle, vientre al cielo, por culpa de unas granadas que cayeron en el agua. "Un espectáculo inesperado y desconcertante." (Pierre Mac Orlan, Propos d’infanterie).
- Los soldados cantan en el frente, incluso "los que morirán mañana" y cantan como niños. "En las trincheras, la noche desciende como una humareda aplastada." (Guillaume Apollinaire, "La noche desciende").
- Una ambulancia colmada de heridos. "Un soldado delira, cuenta en voz alta y muere cuando ha pronunciado la cifra que corresponde a su edad." (Jean Giraudoux, Lectures pour une ombre.)
Censura a los pacifistas
Los textos abiertamente pacifistas sufrieron en tiempos de guerra no sólo la censura oficial, sino también el desprecio de intelectuales patrióticos como, en Francia, André Suarès o Maurice Barrès. Una de las voces más ardientes contra las armas fue la de Romain Rolland, quien desde Suiza lamentaba la locura de la "monstruosa epopeya". Sus artículos acabaron reunidos en el libro Au dessus de la mêlée (Por encima del conflicto), casi a la vez que se le concedía el premio Nobel.
La influencia de Rolland fue decisiva para que Stefan Zweig pasara de un primer entusiasmo a un rotundo antimilitarismo. Zweig, que ayudó traduciendo y publicando los textos antibélicos de Rolland, evoca en El mundo de ayer: memorias de un europeo el primer entusiasmo que suscitó el conflicto:
En 1914, después de casi medio siglo de paz, ¿qué sabían las grandes masas de la guerra? No la conocían. Apenas habían pensado en ella. Era una leyenda y precisamente la distancia la había convertido en algo heroico y romántico. […] "Por Navidad volveremos todos a casa", gritaban a sus madres los reclutas, sonriendo, en agosto de 1914. ¿Quién, en los pueblos y ciudades, recordaba la guerra "de verdad"? A lo sumo, cuatro viejos que en 1866 habían combatido contra Prusia.
Muchos biógrafos entienden que el gran vuelco ideológico ocurrió en 1915, cuando Zweig trabó contacto directo con los soldados heridos y en él nació ese antibelicismo que se refleja en el cuento "Der Zwang" ("Obligación impuesta", 1920), incluido en La mujer y el paisaje. Meses antes, el fisiólogo Georg Friedrich Nicolai escribía su Manifiesto a los europeos ("La guerra que ruge en la actualidad difícilmente tendrá un vencedor, sino sólo perdedores") que solamente firmaron tres intelectuales alemanes: uno de ellos, Albert Einstein. Tras publicar en 1918 su ensayo La biología de la guerra, Nicolai se instaló en 1922 en la Argentina y luego en Chile, donde murió.
La reivindicación de la fuerza y el orden
Contrariamente a los pacifistas, otros autores continuaron inmersos en la reivindicación de la fuerza y el orden. En Italia, Gabriele D’Annunzio se enroló como voluntario y voló lanzando bombas y panfletos con mensajes de aliento a las tropas ("¡Ánimo y coraje! El fin del martirio está próximo") hasta que perdió la visión de un ojo.
En Alemania, Thomas Mann suspendió la escritura de La montaña mágica y acuñó sus pensamientos de guerra, donde arremetió contra Rolland y glorificó el conflicto como "verdadera manifestación de la moral alemana". El Mann de las Consideraciones de un apolítico (1917) está tan lejos del pacifismo que defendía su hermano Heinrich como de las ideas democráticas hacia las que evolucionaría en espacio de pocos años.
Otro caso paradigmático es el de Ernst Jünger, tal como lo manifiestan su Diario de guerra 1914-1918 (inédito hasta 2010), su libro Tempestades de acero y algunos escritos póstumos, no recogidos en sus obras completas. Soldado voluntario con apenas 19 años de edad, a punto de morir en más de una batalla (llegó a tener un pulmón perforado por una bala), Jünger esperaba impacientemente cada nueva "fiesta sangrienta". A pesar de sus arrebatos, Tempestadas de acero fue celebrado, entre otros, por André Gide como "el más bello libro de guerra".
Mirada cinematográfica
De Carlitos soldado de Chaplin a Yo acuso de Abel Gance (tanto en su versión sonora de 1938 como en la muda de 1919, que despertó la ira de los nacionalistas), de La gran ilusión de Jean Renoir a La patrulla perdida de John Ford, de Sargento York de Howard Hawks a Senderos de gloria de Stanley Kubrick, el cine también se ocupó de la guerra, muchas veces adaptando novelas tan disímiles como Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) del español Blasco Ibáñez o la memorable Adiós a las armas (1929) en la que el siempre inquieto Ernest Hemingway relató su participación en el frente italiano, donde fue gravemente herido.
Una de las primeras y más famosas novelas ambientadas en la guerra, Les croix de bois (Las cruces de madera) de Roland Dorgelès, publicada en 1919, fue llevada al cine en 1931 por el director Raymond Bernard. Personaje muy popular en Montmartre, Dorgelès era un gran amante de las bromas provocadoras: llegó a promover a un burro-pintor que trabajaba con el pincel atado a la cola y a publicar, junto con Régis Gignoux, una novela satírica titulada La machine à finir la guerre (La máquina para acabar con la guerra). Su gran éxito, no obstante, se debió a la novela basada en su experiencia en el frente. El director de la película quiso ser fiel al libro, muy crítico con los altos mandos. El actor Charles Vanel, ex combatiente, recibió grandes elogios por una escena en la que interpretaba la muerte de un soldado. Es sabido que Vanel dijo: "Para esta clase de papel no hay que actuar, sólo hay que hacer memoria".
Mundial
"La experiencia más dura que he vivido fue la Primera Guerra Mundial y la destrucción de mi patria, la única que he tenido", llegó a escribir Joseph Roth, que en varias de sus novelas se detiene a reflexionar sobre el conflicto, por ejemplo, en la espléndida La cripta de los capuchinos, donde acepta de buen grado el apelativo de guerra mundial "no porque fue librada en el mundo entero, sino porque nos frustró a todos un mundo, ese mundo que precisamente era el nuestro".
La mano amiga
Blaise Cendrars (nombre artístico del suizo Frédéric-Louis Sauser) sirvió como voluntario en la Legión Extranjera francesa. Tenía poco menos de 28 años. Acababa de publicar su poema "La prosa del transiberiano" y de firmar, el 1 de agosto de 1914, una solicitada en los diarios para que ningún extranjero fuese indiferente a la guerra: "Toda vacilación sería un crimen". Un año después, se calcula, más de quince mil extranjeros combatían para Francia. Entre ellos, el poeta norteamericano Alan Seeger (fallecido en la ofensiva de Somme) o el poeta de origen polaco Apollinaire, el mismo que llegaría a decir: "La guerra ha aumentado el poder que la poesía ejerce sobre mí".
A Cendrars, la guerra le resultó relativamente corta: el 28 de septiembre de 1915 un obús le arrancó un brazo, en Champagne. Casi el mismo accidente que sufrió el pianista austríaco Paul Wittgenstein, hermano del filósofo Ludwig. "Un brazo plantado en la hierba, como una enorme flor abierta, un lirio rojo, un brazo humano chorreando sangre, un brazo derecho seccionado bajo el codo", describiría Cendrars mucho más tarde en su novela La mano cortada (1946), que dio a conocer tras otra guerra, en los años que marcaron la cumbre de su carrera, que se inician con El hombre fulminado (1945) y se ratifican con La parcelación del cielo (1949).
Después del accidente, Cendrars plasmó dos textos donde asomaba su experiencia bélica, "La guerra en el Lumbemburgo" (1916) y "He matado" (1918):
He matado al Boche. He sido más listo y rápido que él. Más directo. He dado el primer golpe. Yo, poeta, tengo sentido de la realidad. He actuado. He matado. Como el que desea vivir.
Miriam Cendrars cuenta, en una biografía, que apenas su padre quedó manco se impuso ejercicios de rehabilitación y que, lejos de amedrentarse, hizo de esta ausencia una marca personal. Tanto es así que pasó a firmar sus cartas con la expresión "mi mano amiga". También cuenta que la pintora Sonia Delaunay había tenido, en 1915, días antes del accidente, una extraña premonición: había soñado que "Blaise tenía un brazo cortado".
- Epitafio
El general nos dijo
con el dedo metido en el culo
El enemigo
está allí Avancen
Todo sea por la patria
Y nosotros avanzamos con el dedo
/metido en el culo
Y a la patria la encontramos
con el dedo metido en el culo
(Benjamin Peret, fragmento de "Epitafio para un monumento a los muertos de la guerra" en La revolución surrealista nº 12, diciembre de 1929.)
"Una generación perdida"
Según el sitio web de Imperial War Museums, de los 15.022 artistas que participaron en la Primera Guerra Mundial, 2003 murieron, 3250 resultaron heridos, 533 fueron dados por desaparecidos y 286 acabaron como prisioneros. Una "generación perdida", según la célebre expresión que Hemingway le oyó decir a Gertrude Stein.
En su momento, al terminar el conflicto, la AEC francesa (Asociación de Escritores Combatientes) estimó que unos 560 escritores (sumando poetas, narradores, ensayistas y autores teatrales) habían muerto en la Gran Guerra, sólo en el bando francés. Sus nombres fueron grabados en el Panteón de París, en 1927. Aunque muchos de ellos son desconocidos, también los hay más o menos célebres como Alain-Fournier (autor de El gran Meaulnes), Gabriel-Tristan Franconi (fallecido el mismo año 1916 en que se publicaba su libro Un tel de l’armée française) o el poeta y ensayista Charles Péguy, cuya muerte fue incluso homenajeada en Alemania por la revista expresionista Die Aktion. Curiosamente, también en 1914 moría en la contienda de Zandvoorde el poeta alsaciano Ernst Stadler, traductor al alemán de buena parte de la obra de Péguy.
La sangrienta batalla de Gallipoli (evocada en una película de Peter Weir) causó la muerte, en 1915, de más de veinte mil británicos, diez mil franceses y once mil australianos y neozelandeses. Entre las víctimas estaba el poeta ingles Rupert Brooke, cuyo soneto idealista "El soldado", de 1914, suele recitarse aún en los aniversarios del conflicto: "Si muero, pensad esto de mí:/ que allí donde me entierren habrá un rincón de tierra extraña/ que para siempre será Inglaterra".
Hay otro poeta muerto tras la tradición (en los países aliados) de llevar amapolas cada 11 de noviembre en memoria a los caídos en la guerra. Son las amapolas que el médico militar canadiense John McCrae menciona en los versos de "Los campos de Flandes" (1915): "Somos los muertos/ Hasta hace poco sentíamos, vivos, la aurora y la tarde/ ahora yacemos inertes, amantes y amados,/ en los campos de Flandes".
Inglés como Brooke, pero en las antípodas de su optimismo patriótico, Wilfred Owen no era poeta antes de alistarse. La dura experiencia en el frente (más su encuentro con el poeta Siegfried Sasoon, en un hospital militar) lo llevó a escribir versos como: "¿Doblarán las campanas por aquellos que mueren como ganado?". Faltaba muy poco para que terminara la guerra cuando Owen cayó muerto. Sus padres recibieron el telegrama con la terrible noticia el mismísimo 11 de noviembre, día del armisticio.
Pluma femenina
El regreso del soldado (1918), de Rebecca West (Cicely Isabel Fairfield), fue una de las primeras novelas sobre la Gran Guerra escrita por una mujer. En ella, el retorno del capitán Chris Baldry es visto a través de los ojos de su prima Jenny. Por esos años, la también inglesa May Sinclair dejó dicho antes de viajar a Bélgica como voluntaria en un cuerpo de enfermería (Munro Ambulance Corps): "La guerra no nos dejará a ninguno de nosotros tal como nos encontró". En efecto, su obra ya no fue la misma. En 1915 publicó un relato de sus experiencias (A Journal of Impressions in Belgium) y, acto seguido, abordó asuntos próximos a la guerra en no menos de seis novelas: desde Tasker Jevons (1916) hasta la semiautobiográfica Not so Quiet: Stepdaughters of War, consagrada a las mujeres conductoras de ambulancias. "Personalmente –escribió al regresar de Bélgica– me siento como si nunca hubiese vivido o como si lo hubiese hecho sin ninguna intensidad hasta que fui al frente en otoño."
Es muy posible que Edith Wharton suscribiera esa frase, al menos a partir de lo que sugieren los ensayos y crónicas de Francia combatiente donde las bengalas son "flores infernales", el rugido de los cañones "parece construir una techumbre de hierro" sobre las ruinosas aldeas invadidas y la contienda "ha supuesto un desastre como ningún otro acontecimiento conocido hasta el momento".
La guerra sorprendió a Edith Wharton con 52 años de edad, instalada en su casa parisina de la elegante Rue de Varenne. Llevaba unos cinco años residiendo en Francia, ya había editado algunos de sus mejores libros (Ethan Frome), pero La edad de la inocencia y Un hijo en el frente estaban aún por venir. A principios de 1915, la Cruz Roja francesa le pidió un informe sobre las necesidades de los hospitales de trinchera. Ella quiso ver más allá y, tras unas arduas gestiones con el gobierno francés, consiguió los permisos necesarios para circular por el frente y recorrerlo en automóvil. "No es exagerado afirmar que en estos momentos los franceses extraen buena parte de su fuerza de su propio lenguaje", observa Wharton en sus crónicas. "En los bolsillos de los jóvenes soldados muertos en combate se han encontrado cartas de despedida para sus padres que nada tienen que envidiar al heroico verso isabelino."
- Paradojas
Cuando no se tiene el coraje suficiente para ser guerrero, se es pacifista.
(Jean Giono, Recherche de la pureté.)
¡Guerra a la guerra!
(Alain, Propos d’un Normand.)
Lenguaje creativo
Albert Dauzat tenía 37 años de edad cuando estalló la Gran Guerra. Licenciado en letras, lingüista, autor de una "geografía fonética" (1906) de la región de Auvergne, fue movilizado en julio de 1914 y, debido a una severa miopía, cumplió tareas como auxiliar de enfermería en diversos hospitales. "Visión desgarradora e inolvidable", apunta en su diario íntimo tras la llegada de los primeros heridos. O también: "Venceremos. Hace falta: no podemos ser vencidos".
Dauzat publicó ese diario en 1916: Impresiones y cosas vistas. Habrá más libros consagrados a la contienda. En 1919 apareció Leyendas, profecías y supersticiones de la guerra. Y un año antes había entregado una de sus mejores obras: un estudio consagrado al argot de los soldados (los "peludos": poilus) y de los oficiales: El "argot" de la guerra. El lingüista ha tenido material de primera mano para documentar lo que muchos coinciden en tildar como uno de los momentos de mayor inventiva léxica de la historia. En el frente se fundían y se alteraban, dentro de una olla a presión, dialectos, regionalismos, toda clase de jergas (incluida la carcelaria) y de modismos extranjeros.
Desde luego, Dauzat no fue el único ni el primero en ocuparse de esto. Mientras él estaba en el frente, en diciembre de 1914, el diario Le Temps publicó una serie de artículos que buscan establecer el origen de palabras que la guerra había puesto en circulación, principalmente el apelativo "boche" destinado a los alemanes. Y otro soldado, François Déchelette, confeccionó en la trinchera un Diccionario humorístico y filológico que salió a la luz también en 1918.
A diferencia de ése y de muchos otros glosarios consagrados a la jerga de los poilus, el libro de Dauzat es un estudio acerca de los procedimientos (rescate de voces antiguas, neologismos, cambios de sentido o de forma) que habían engendrado palabras como allouf (cerdo), "salchicha" (bomba alemana) o pinard para hablar de alcohol, sobre todo de vino tinto. Palabras que, cien años después, son corrientes en el francés popular (toubib, guitoune, zigouiller) y que fueron impulsadas entonces por los soldados.
Otro de los primeros libros en analizar el habla de las tropas fue El argot de las trincheras (1915), del filólogo Lazare Sainéan, publicado casi a la vez que una de las obras de ficción donde el argot cobraba protagonismo: Les poilus de la 9ª de Arnould Galopin. Una de las novedades de Sainéan era que incluía diversas cartas enviadas por los soldados a sus familiares. Con el tiempo, aquello se volvería un género y no pocas editoriales publicarían antologías con "cartas de los poilus".
Los combatientes que escribían
Además de los escritores combatientes, estaban los combatientes que escribían y llevaban diarios, como los espléndidos Carnets de guerre de Louis Barthas, tonnelier (Cuadernos de guerra de L. Barthas, tonelero). El autor fue un militante sindicalista francés que llegó al frente de combate en noviembre de 1914 y no fue evacuado, totalmente exhausto, sino en abril de 1918, por lo que le tocó combatir en Verdún, Champagne, Somme o Argonne. "La guerra –escribe Barthas– destruye todo en el hombre, convertido bajo su uniforme en un ser anónimo; destruye todo sentimiento de honestidad.". Y también: "El mejor jefe no era el más hábil estratega, sino aquel que mejor sabía preservar la vida de sus hombres".
Finalizada la guerra, Barthas reinició su vida como tonelero, en compañía de sus cuadernos mordisqueados por las ratas. Deseaba "pasarlos en limpio" y se puso a escribir todas las noches, al término de su jornada laboral, pero no pudo o no supo publicarlos y su testimonio fue a parar al fondo de un cajón hasta que, muerto ya Barthas, su nieto Georges empezó a trabajar en un liceo y le pasó los cuadernos a un colega, un profesor de historia, para que se los leyera a sus alumnos. El historiador Rémy Cazals se enteró de esto y logró que el texto fuera publicado en 1978 por François Maspero. Desde entonces, los Carnets de guerre de Barthas han vendido más de cien mil ejemplares y emocionado a lectores como François Mitterrand: "El libro tiene un alto valor histórico y es una genuina obra literaria".
Los compañeros consideraban a Barthas su portavoz. "Tú, que escribes la vida que llevamos aquí, no ocultes nada." Pocos combatientes contaron, como él, la enorme desigualdad de condiciones entre la soldadesca y los superiores, el impacto de la revolución rusa en las trincheras, las no tan escasas confraternizaciones entre tropas enemigas, los acuerdos tácitos entre rivales para no abrir fuego o, incluso, cierta tregua de Navidad entre franceses, británicos y alemanes, hecho que retomó después Christian Carion en su película Feliz Navidad. Muy de vez en cuando, relata Barthas, él y sus camaradas jugaban al fútbol en un terreno junto a las trincheras:
Los alemanes tenían que estar ciegos para no ver cómo el balón se elevaba por los aires hasta, a veces, rebotar más allá de la alambrada, donde un audaz jugador iba a buscarlo confiando en la cortesía de los alemanes que, de hecho, nunca abrieron juego contra quienes jugaban.
Promesa de eternidad
Juan Gabriel López Guix, en su introducción a Cuentos de la Gran Guerra, una de las buenas antologías consagradas al tema, cuenta:
Nada más estallar la contienda y tras descubrir que Alemania y Austria-Hungría disponían de una oficina de prensa de guerra (para la austrohúngara trabajarían, entre otros, Hugo von Hofmannsthal, Robert Musil, Egon Schiele, Franz Werfel y Stefan Zweig), el gobierno británico nombró al periodista y político liberal Charles Masterman responsable de la Oficina de Propaganda de Guerra. La primera iniciativa de Masterman fue recurrir a los escritores, y el 2 de septiembre de 1914 se celebró una reunión a la que asistieron dos docenas de los literatos más famosos del momento. Los reunidos se juramentaron para trabajar en secreto en favor del esfuerzo de guerra. En la iniciativa –de cuya magnitud no se tuvo constancia hasta 1935– participaron William Archer, James M. Barrie, Arnold Bennett, John Buchan, Gilbert K. Chesterton, Arthur Conan Doyle, Thomas Hardy, Rudyard Kipling, Arnold Toynbee, Hugh Walpole, H. G. Wells y muchísimos otros hoy menos conocidos pero que en su momento gozaron de gran reputación.
El Penguin Book of First World War Stories (2007), a cargo de Barbara Korte, reúne relatos, entre otros, de D. H. Lawrence, Arthur Machen, Joseph Conrad, Katherine Mansfield y Somerset Maugham, La antología de Korte (organizada en torno a cuatro ejes: el frente; espías e inteligencia; el regreso; la mirada retrospectiva) incluye un relato de Rudyard Kipling ("Mary Postgate") que, al margen de su alta calidad, muchos no han dudado en tildar de material de propaganda. No es su único escrito relativo a la gran guerra. Están el cuento "El jardinero", las tristes crónicas de Francia en guerra (escritas tras la muerte de su único hijo John, que lo dejó lleno de culpa) o sus emocionantes Epitafios de la guerra, inspirados en los antiguos epigramas griegos:
Si alguien pregunta por qué hemos muerto, decidle: porque nuestros padres mintieron.
Julian Barnes ha resumido así la historia del hijo muerto:
John Kipling se presentó como voluntario en cuanto estalló la guerra, unos cuantos días antes de cumplir 17 años, y de forma más bien humillante fue rechazado a causa de sus problemas de vista. Su padre, no menos corto de vista, echó mano de sus influencias para conseguirle al muchacho una comisión con los Irish Guards. Lo embarcaron rumbo a Francia en agosto de 1915 y para fines de septiembre se encontró entre los 20 mil británicos muertos en la batalla de Loos. La respuesta de Kipling fue una mezcla de dolor, orgullo, silencio y, después de la guerra, un trabajo detallado e incesante para la Comisión de las Tumbas de Guerra.
Como miembro de esa Comisión, Kipling ideó la leyenda que se grabó en la lápida de cada cementerio: "Sus nombres vivirán por toda la eternidad". Un buen día, el correo le trajo un paquete dirigido a "Monsieur Kipling". Lo enviaba un soldado francés de apellido Hammoneau y contenía un ejemplar de la traducción francesa de su novela Kim, con un agujero de bala tan profundo que sólo se habían salvado las veinte páginas finales. En una carta Hamonneau contaba que, de no haber llevado ese libro en un bolsillo a la altura del pecho, no habría sobrevivido. El envío contenía también la Cruz de Guerra: la medalla al valor otorgada a Maurice Hammoneau. Aunque insistió en devolver ambos objetos de inmediato, Kipling acabó negociando con Hammoneau y legándoselos a Jean, hijo varón de este último. El libro, con su redonda herida, hoy es uno de los tesoros más valiosos de la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos.
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