Los jardines de Magdalena
Me crucé por primera vez con Magdalena Ruiz Guiñazú en un ascensor de la editorial Abril. Fue en la década de 1960. Ella ya era una celebridad, de modo que todos la saludamos. Yo tenía mi primer trabajo como redactor en la revista Claudia: un completo desconocido. Me llamó la atención la llaneza y la familiaridad con la que nos trató a todos en ese breve trayecto de cinco pisos. Desde el primer momento, uno tenía la impresión de haberla conocido de toda la vida.
Muchos años después, pude disfrutar con cierta frecuencia del sentido del humor y la encantadora malicia de Magda. Ella pasaba, de tanto en tanto, por la revista dominical de este diario para dejar sus columnas y charlábamos. Quién selló nuestra amistad fue Evelyn Waugh, el escritor inglés o, para ser más preciso, la inigualable serie británica Retorno a Brideshead, basada en la novela homónima de ese autor de nombre epiceno. Nos llamábamos por teléfono para comentar cada uno de los episodios. El elenco era impresionante: Jeremy Irons, Laurence Olivier, John Gielgud, Claire Bloom, Stephane Audran y Anthony Andrews. Nadie en Buenos Aires se perdía un capítulo. Era como Downton Abbey, pero mucho mejor porque Waugh era un gran novelista.
Cuando Magda volvía de sus viajes a Nueva York o a Londres, me contaba las últimas novedades en materia de musicales y, como siempre tenía gentilezas con sus amistades, me traía de París el paraíso en latas: foie-gras trufado. Una tarde, me dijo que le hubiera gustado saber bailar bien tap dance. Le encantaba la ópera, el ballet y los musicales; amaba el cine.
Por supuesto, hablamos de lo que había pasado durante la última dictadura militar. Como ella había recibido amenazas porque fue una de las pocas personas que le “dio micrófono” a las madres y las abuelas de Plaza de Mayo, entre ellas a Hebe de Bonafini, Graciela Fernández Meijide y Estela de Carlotto, para que pidieran por el paradero de sus descendientes desaparecidos. En una ocasión, el hostigamiento llegó a tal punto que, durante una o dos noches, Magdalena cerró los ventanales que daban a su jardín, bajó las persianas y todos los que vivían en su casa durmieron, es un decir, con las luces encendidas. La embajada de un país europeo le ofreció todo lo que necesitara; en primer lugar, documentos, para irse de la Argentina con su familia. Ella se quedó. También recordó la terrible impresión que tuvo cuando, como miembro de la Conadep, entró en el espacio más siniestro de la ESMA: allí donde habían sido torturados y también matados los desaparecidos. “Se olía el terror. El aire había quedado contaminado de horror”.
En los jardines de Magdalena (vivía en la planta baja para gozar del césped, las plantas y los árboles del contrafrente), allí donde en los momentos terribles podía ocultarse “alguien”, ya en democracia, reunía a sus amigos, envueltos por el perfume de las flores y la noche. Entre los invitados, estaban, por ejemplo, Carlos Gorostiza; Sergio Renán y su mujer, Adriana; Natalio Botana; Horacio Jaunarena y Ana d’Anna; José Miguel Onaindia, Marta Bianchi; Norma Levy y Pablo Sirvén.
La muerte de Magdalena Ruiz Guiñazú es un hecho muy triste, pero estuvo acompañado por algo positivo. Casi toda la sociedad le tributó su homenaje. Los que no lo hicieron, por una vez, se callaron. Pero figuras políticas que estaban en la vereda opuesta de Magda como Alberto Fernández, Aníbal Fernández y Estela de Carlotto, tuvieron la necesidad y la entereza de pasar por encima de la ideología y la militancia para destacar lo que todos le debemos a esa mujer que arriesgó su vida para defender la libertad de informar y los derechos humanos. Ese gesto tuvo un brillo reparador en este lodazal.
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