Los ingleses lo respetaron más
Hay torpezas naturales e inevitables, y hay torpezas deliberadas y hasta peligrosas. La decisión del director de la fundación del Museo Naval de Madrid de retirar el cuadro de Ferrer-Dalmau El último combate del Glorioso de las salas de exposición me parece de las segundas, agravada por el hecho de que el responsable sea un almirante de la Armada española. La reapertura tras la reforma del formidable museo, uno de los más importantes de Europa, es una noticia espléndida, empañada por la polémica tras dejar fuera, precisamente, el cuadro más admirado y fotografiado por los visitantes desde que fue adquirido en 2014 y presentado de forma solemne en un acto presidido por el rey Felipe VI.
La historia del navío Glorioso merece el soberbio lienzo que nuestro más internacional pintor de historia militar le dedicó en su momento. Viniendo en 1747 de La Habana, libró en solitario tres encuentros con doce barcos ingleses de los que hizo volar uno y hundió otro; y en el último, ya hecho polvo y sin munición, se vio obligado a arriar bandera tras un postrer combate que duró tres días y una noche, hazaña que los admirados cronistas británicos, poco inclinados a elogiar a españoles, saludaron con mucho respeto, calificándola de honrosa y extraordinaria. Con trágica belleza, el magnífico cuadro de Ferrer-Dalmau representa al navío en los momentos finales, desarbolado pero aún arriba la bandera, con los hombres peleando como fieras en la cubierta astillada y llena de humo, rodeado por barcos ingleses de los que –genial detalle del pintor– uno arrastra, indicando quién es el vencedor moral del combate, su propia bandera caída sobre el agua.
Sin embargo, quienes visiten el Museo Naval de Madrid no verán allí tan espectacular cuadro sobre la gesta del Glorioso, sino otro de menos calidad, el de Cortellini, que está lejos de representar lo que fue aquello. Interrogado sobre una decisión que suscitó protestas y recriminaciones, el director de la fundación que preside el museo se justificó con argumentos chocantes en boca de un marino de guerra español. El cuadro, según él, no encaja en la nueva orientación del lugar, que pretende "mostrar nuestra historia sin complejos y de forma equilibrada". Un equilibrio que –sugirió sin ruborizarse– se logra ocultando derrotas y mostrando victorias. De modo que, en este nuevo planteamiento positivo, el cuadro de Ferrer-Dalmau resulta inadecuado porque, siempre según la almirantesca opinión, "al comandante del Glorioso no le habría gustado verse recordado así".
Ésa es la frase que retengo del asunto: que al comandante del Glorioso no le habría gustado que lo recordaran así. Al escucharla pensé en las victorias y derrotas que jalonan la impresionante historia de España, y en las lecciones que de ellas pueden extraerse: las que nos redimen de tantos siglos de malos gobiernos; la continua lección moral dada por el pobre españolito de a pie, la fiel infantería, la fiel marinería, los paisanos de cachicuerna y trabuco, que allí donde la incompetencia de sus gobernantes los puso en el tajo del carnicero, indefensos ante enemigos poderosos, supieron con tenacidad y coraje, no ya por la patria –concepto a veces manipulado y difuso– sino por dignidad, deber, orgullo o desesperación, compensar con grandeza la miseria que tantas banderas tapaban. Según lo que apunta ese almirante tan equilibrado y libre de complejos, tampoco a los últimos soldados españoles de Rocroi les habría gustado verse recordados cuando a pie firme esperaban la carga final enemiga, ni a los manolos del Dos de Mayo ser inmortalizados por Goya. Tampoco les habría gustado verse pintados en su última hora a los héroes de tantas derrotas que, fruto de la incompetencia de sus gobernantes, encajaron solos y sin esperanza, canturreando una jota mientras empalmaban la navaja en Zaragoza, cargando en Annual con los últimos de Alcántara o doblando el bajo del Diamante bajo el fuego de los acorazados yanquis. Que vaya ahora el almirante de turno a preguntarle a Churruca cómo le gustaría verse recordado mientras se desangraba en Trafalgar, a los últimos de Filipinas cuando al fin se rindieron en Baler, a los marinos muertos en Cavite y Santiago de Cuba, a los pobres soldaditos del Barranco del Lobo y Monte Arruit, a los requetés de Codo y Villalba de los Arcos, a los republicanos caídos en el Ebro, a los paracaidistas masacrados en Ifni, a los legionarios muertos en Edchera… Que, al menos, los museos otorguen el consuelo de saber que a nadie en la historia lo derrotaron nunca como a un español: la certeza de que ese heroísmo, ese orgullo violento, esa dignidad desesperada y peligrosa, es lo único que tuvimos para compensar tanta estupidez histórica, tanta desmemoria suicida, tanto político irresponsable, tanto almirante mediocre y tanta infamia.