Los hilos de Ariana
El primero que me habló sobre Ariana Harwicz fue el editor Juan González del Solar cuando en 2011 estaba por publicar su primera novela, Matate, amor, en la editorial española Lengua de Trapo. Cuando la conocí, en marzo de 2014 en un homenaje a Julio Cortázar en París, todavía no la había leído. Pero poco después se editó en la Argentina la novela La débil mental, que me dejó sin aliento. Y enseguida vino, en 2015, una continuación de aquel mundo inestable con la también breve y frenética Precoz. Fue por eso que cuando me llamaron del diario El País de Madrid para que les ofreciera un nombre para un artículo que estaban armando sobre narrativa argentina no dudé: Ariana Harwicz, les dije.
No ha pasado tanto tiempo, pero han pasado demasiadas cosas desde entonces: Harwicz publicó otras ficciones (Degenerado), sus textos se han adaptado al teatro, sus tres primeros libros se reunieron con el título Trilogía de la pasión y supimos también que Matate, amor será llevada al cine por la productora de Martin Scorsese en 2024. Hoy, Harwicz es una de las autoras más leídas, traducidas y destacadas de nuestra literatura junto con Samanta Schweblin, Mariana Enriquez, Selva Almada y Dolores Reyes.
En pocos días, en sintonía con la Feria de Libro de Buenos Aires, la editorial Marciana publicará un libro suyo de no ficción llamado El ruido de una época: ensayos breves, reflexiones, imágenes, listas y aforismos donde esta escritora asume el deber de pensar a contracorriente. Desde el prólogo, advierte: “Si algún sentido tiene este libro, es el de afirmar la necesidad de la paradoja. No estoy siendo nada original, la paradoja es ir contra la opinión general, contra la lógica, es celebrar la contradicción. Cualquier pensador, cualquier crítico, cualquier artista afirmaba (antes) su retórica y su poética en la desobediencia”.
Algunos ejemplos concretos tomados del libro: “Lo políticamente correcto es la gangrena del arte en este siglo”. O: “Esta época lee mal porque lee desde la identidad”. También: “Esa reducción del ser humano a su condición genital, biológica, de identidad de género, sexual o a su color de piel, es propia del fascismo”. Y por qué no: “La misión de la literatura no es separar al verdugo de su víctima o juzgar quién debe ser condenado a muerte, sino transgredir”.
Harwicz no evita las polémicas en redes sociales ni quita el cuerpo en las entrevistas periodísticas. No especula con la posibilidad de perder a sus lectores por decir lo que piensa. “Me han llamado al orden por no adecuar mi habla al uso actual. Me han dicho que lo que digo es violento, ofensivo, por el modo en que lo digo, es decir, que la lengua que hablo es la culpable de la ofensa. Me pregunto cómo hacer para señalar la violencia de quienes sí adaptaron su diccionario y su lengua a este tiempo, de quienes impugnan los usos de la lengua que no se adapta a su ideología”.
Los congresos de escritores son una de sus bestias negras favoritas: “En los festivales de literatura importa mucho más dar cuenta de ser ecologista, anticapitalista, vegano, antirracista y proinmigración e inclusión, que la obra, que las reflexiones que puedan tener los autores invitados sobre la literatura. Es casi como si los autores fuésemos invitados a los festivales literarios a lavar dinero, o la conciencia”.
En un círculo literario con escritores que no escriben y talleristas que hablan del campo popular y cobran sus clases en dólares, Harwicz propone volver a separar al autor de su obra, y a la obra de toda moral. Como ella recuerda que escribió Arthur Rimbaud: “El arte es la pérdida de la moralidad, la literatura no tiene que tener la finalidad de hacernos mejores personas”. Desde la muerte de Fogwill nadie ha sabido ocupar el lugar del que dice las cosas incorrectas en el momento oportuno. Harwicz, con este libro, parece postularse para esa tarea.
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